martes, 8 de diciembre de 2015

Alcaraván Interludio

    Rondaba el año 1477 cuando Diego de Herrera, señor de las islas Canarias, se lanzó a las costas de África levantando la fortaleza de Santa Cruz de Mar Pequeña próxima a sus playas. Los Reyes Católicos abanderarán el proyecto, y a partir de entonces, los adelantados de Canarias recibirán el título de Capitanes Generales de África. Para Isabel y Fernando, el sueño de la reconquista no terminaba en Granada. La quimera de un pasillo cristiano desde el atlántico a las tierras santas para su posterior liberación de manos de los mahometanos, era un sagrado deber que debían acometer sin remisión. 

“…e que no cesen de la conquista de África, e de puñar por la fe contra los infieles.”

Testamento de Isabel de Castilla

     El puerto de Mazalquivir era un importante enclave de piratería desde el cual se venían sufriendo ataques tiempo atrás. Gracias al empeño del Cardenal Cisneros, en 1505 una flota parte de Málaga para conquistar la fundamental plaza. Para comprender la importancia de Mazalquivir, y tan significativa es su posición para las futuras operaciones, que se decide anteponer la guarda de dicho lugar al de Gibraltar entre otros. Sin embargo, la escasez de agua irá trasladando a las gentes hacia el interior del territorio, floreciendo Orán y postergando la ciudadela de Mazalquivir como puerto fortaleza de la población. Cuatro años después de la conquista de Mazalquivir, será tomada Orán, y en el 1510 Bujía y Trípoli. Añadiendo valor a éstas conquistas, el vasallaje de Túnez y Argel a la corona hispánica rubrican el cenit español en el norte de África, que se verá eclipsado tras el desastre de los Gelves, indicando el final del sueño africano a causa de las guerras entre cristianos, en particular la política expansiva de Francia.




    Por último, y no menos importante, el rugido del imperio otomano frenará definitivamente cualquier atisbo de glorias pasadas. En los dos siglos posteriores a su conquista, Orán se mantiene unida al destino de Las Españas. Piratas berberiscos, asedios, rendiciones, fracasos y victorias, en definitiva, son el hilo conductor de la ciudad y sus gentes, españoles y no, que bregaron como una parte más de una España que parecía encontrarse en una guerra perpetua.


Nos contra todos, todos contra nos.


Felipe  IV

     El señor de los berberiscos otomanos de Argel, el Bey Hassan, ocupó las plazas españolas del norte de África aprovechando la debilidad de España en la guerra de sucesión que se desencadenó años atrás, y así utilizarlas como grandes bases de operaciones de secuestro de esclavos en las costas europeas a fin de saciar toda clase de placeres a los turcos otomanos. De nuevo, las playas de España, Italia, Portugal, Francia, y en menor medida ciudades de Irlanda y hasta Holanda, son saqueadas por rápidas embarcaciones que, en veloces golpes de mano, secuestran en su mayoría a mujeres, niñas y niños para sus aterradores mercados de esclavos.


    Pero no siempre son solitarios navíos los que atacan, en ocasiones, flotas armadas embisten por sorpresa en puertos y ciudades costeras, arrasando, violando y esclavizando poblaciones enteras, dejando tras de sí rastros de desamparo sin parangón. Hombres cultos y estudiosos, estiman que más de un millón de cristianos europeos han sido sometidos al cautiverio, y cientos de urbes del litoral son abandonadas por el temor y el pánico al resurgir de los berberiscos en las playas. Las autoridades hispanas deciden acabar con tal desmadre, y el nuevo monarca Felipe V ordena que se ponga en marcha una fuerza capaz de comenzar la reconquista de las plazas, en una supuesta búsqueda de aplacar los miedos del pueblo, pues ya lo expresa el sabio refranero español ante la ausencia de peligro; no hay moros en la costa.

Venta de esclava europea
    No obstante, las arcas de España escaseaban para tal sacrificio, y la falta de pagos de los deudores genoveses para con la hacienda hispánica, hacia aún más difícil la tarea. El Banco de San Jorge se negaba a pagar los dos millones de pesos que adeudaba a las arcas del rey.
Con eternizadas excusas creyendo en la debilidad de los ejércitos que antaño se habían señoreado por Europa, los genoveses no entendían que los españoles fuesen capaces de hacer fuerza suficiente para recibir lo adeudado.



     “Pero todavía en Las Españas nacen héroes”, dice una tonadilla popular que cantan los niños en las explanadas y las plazas del imperio. El insigne General Don Blas De Lezo se personó con seis navíos de guerra con órdenes superiores ante el puerto de La Republica Genovesa, con la firme intención de abrir fuego contra la ciudad si no se cumplían las debidas sanciones en un tiempo fijado. Los genoveses ya tenían mención del gran General español, y por las bravas… que al final pagaron. Pero Lezo no se conformó con los pesos, y exigió por la afrenta a su rey que se rindieran honores extraordinarios a la bandera de España, cosa que así sucedió. Y gracias a la plata recuperada, la financiación de la inmensa flota y el ejército se preparó y adaptó para la recuperación de los territorios africanos.


     El 16 de junio de 1.732, la flota comienza su marcha hacia las fortalezas de Orán y Mazalquivir (Mers el—Kebir) en perfecta formación bajo las órdenes del Comandante Supremo de la Armada, Don Francisco Cornejo. Hombre de guerra con más de cuarenta años de experiencia sobre sus espaldas, Cornejo es de esos soldados viejos pertenecientes a una estirpe de glorias pasadas, que miran al futuro con resignación. Comenzó su carrera castrense como arcabucero y después corroboró su valía como artillero. Batalló por mar contra los franceses, fortificó Mahón, guerreó en Ceuta, en Nápoles y en el sitio de Gibraltar de 1.704. Luchó en Portugal; defendió con uñas y dientes Cádiz de los ingleses y les arrebató Ibiza.Y para culminar una brillante estela, fue enviado a América, donde como capitán de navío desarrolló otros tantos desafíos de la misma gloriosa manera. Ahora, ascendido a Teniente General, Don Francisco quiere rubricar una vida de victorias con un golpe maestro sobre la ciudad mediterránea de Orán. 






El comienzo de la novela...


La estampa que se admira desde el puerto de Almería es indescriptible. Banderas, estandartes y pabellones se reflejan y confunden entre los cielos y los mares. Los múltiples palos y velámenes emergen como un gran dragón que crece rumbo al horizonte. Doce navíos de línea, cincuenta fragatas, siete galeras, veintiséis galeotas, cuatro bergantines, noventa y siete jabeques y varios buques con munición de artillería, más el centenar de naves que transportan al ejército compuesto por 25.000 hombres de guerra. Cuando los corresponsales de las potencias extranjeras vieron lo que surgía de allí, dieron aviso a sus respectivos países. En las cancillerías de Europa se tomó buena nota; el gigante hispano aún no había caído.
       Un día después de la salida del puerto, Alcaraván cree que sus tripas se están volviendo del revés. Los estómagos de los hombres que no están hechos a la mar se resienten más de lo debido.  Rememora las ingentes cantidades de barcos que ha visto surcar los mares desde su infancia, allá en los riscos de Tenerife y en el puerto de Santa Cruz. En todas las clases de barcos admirados y navíos de tan dispares tamaños con los que soñó, y los desvaríos de grandes viajes que su imaginación le arrastró tantas veces, y ahora, en la cubierta repleta de soldados, Tirso se asoma por la borda vomitando el rancho del día por la baranda, jurando y perjurando no volver a pisar los tablones de ningún bajel en su vida.
          — ¡La Virgen! —Exclama Tirso, pasando la manga por sus labios — Tengo las tripas vueltas del revés.
            — ¿Te queda algo por verter del cuerpo? —Pregunta con cierto cachondeo el artillero Joaquín de la Ripa, con quién hizo buenas migas en la larga espera del puerto.
          —Creo que no… ¡Puf! —Y de nuevo, los pocos restos que pudiesen guardarse en las entrañas de Tirso se despiden por la borda del buque.
          — ¡Ánimo camarada! — La mano de Joaquín se posa en la espalda de Alcaraván, procurando aliento.
       El muchacho tinerfeño no recuerda una noche como aquella. Cuando les ordenan bajar a la cubierta inferior, apenas puede ponerse en pie sin doblar el cuello por la baja altura de ésta. El navío de guerra es un mundo lóbrego. La luz, a duras penas encuentra recodos para penetrar en las cubiertas menores. Con el tiempo embravecido se cierran las cañoneras, acentuando dicha oscuridad entre los puentes, sumado a la orden tajante de no hacer ningún fuego. Sólo el calor de la aglomeración calienta a los hombres. Tirso apoya su cuerpo sobre las cajas de municiones que se agolpan en el medio de la cubierta, apretujado por otros soldados que, a su vez, son incordiados por los caballos que se hacinan al fondo. El olor se convierte en algo aún más insoportable que la angustiosa sensación de ahogo. El sudor, los vómitos, el excremento de los caballos y los hombres... Aquella noche es interminable. 


       Con el paso de los años, Alcaraván sonreirá al recordar aquella horrible madrugada. Lo que fue una noche de tal magnitud para el joven Tirso, se transformaría en una simple anécdota en comparación con lo que le tocaría vivir después. Sin embargo, es curioso pensar en la manera cómo reaccionamos ante las experiencias de la vida. Lo que un día era un problema enorme, se torna en algo diminuto cuando el camino de la existencia se vuelve pedregoso y arduo. El pantano donde habitamos en el pasado sufre la gran metamorfosis, transmutándolo en el dulce paraíso perdido al recordarle. 


2 comentarios:

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