Rondaba el año 1477 cuando Diego de Herrera, señor de las islas
Canarias, se lanzó a las costas de África levantando la fortaleza de Santa Cruz
de Mar Pequeña próxima a sus playas. Los Reyes Católicos abanderarán el
proyecto, y a partir de entonces, los adelantados de Canarias recibirán el
título de Capitanes Generales de África. Para Isabel y Fernando, el sueño de la
reconquista no terminaba en Granada. La quimera de un pasillo cristiano desde
el atlántico a las tierras santas para su posterior liberación de manos de los
mahometanos, era un sagrado deber que debían acometer sin remisión.
“…e que no cesen de la conquista
de África, e de puñar por la fe contra los infieles.”
Testamento de Isabel de Castilla
El puerto de Mazalquivir era un importante enclave de piratería desde
el cual se venían sufriendo ataques tiempo atrás. Gracias al empeño del
Cardenal Cisneros, en 1505 una flota parte de Málaga para conquistar la
fundamental plaza. Para comprender la importancia de Mazalquivir, y tan
significativa es su posición para las futuras operaciones, que se decide
anteponer la guarda de dicho lugar al de Gibraltar entre otros. Sin embargo, la
escasez de agua irá trasladando a las gentes hacia el interior del territorio,
floreciendo Orán y postergando la ciudadela de Mazalquivir como puerto
fortaleza de la población. Cuatro años después de la conquista de Mazalquivir, será tomada Orán, y en el 1510
Bujía y Trípoli. Añadiendo valor a éstas conquistas, el vasallaje de Túnez y
Argel a la corona hispánica rubrican el cenit español en el norte de África,
que se verá eclipsado tras el desastre de los Gelves, indicando el final del
sueño africano a causa de las guerras entre cristianos, en particular la
política expansiva de Francia.
Nos contra todos, todos contra nos.
Felipe IV
El señor de los berberiscos otomanos de Argel, el Bey Hassan, ocupó las
plazas españolas del norte de África aprovechando la debilidad de España en la
guerra de sucesión que se desencadenó años atrás, y así utilizarlas como
grandes bases de operaciones de secuestro de esclavos en las costas europeas a
fin de saciar toda clase de placeres a los turcos otomanos. De nuevo, las
playas de España, Italia, Portugal, Francia, y en menor medida ciudades de
Irlanda y hasta Holanda, son saqueadas por rápidas embarcaciones que, en
veloces golpes de mano, secuestran en su mayoría a mujeres, niñas y niños para
sus aterradores mercados de esclavos.
Pero no siempre son solitarios navíos los que atacan, en ocasiones,
flotas armadas embisten por sorpresa en puertos y ciudades costeras, arrasando,
violando y esclavizando poblaciones enteras, dejando tras de sí rastros de
desamparo sin parangón. Hombres cultos y estudiosos, estiman que más de un
millón de cristianos europeos han sido sometidos al cautiverio, y cientos de
urbes del litoral son abandonadas por el temor y el pánico al resurgir de los
berberiscos en las playas. Las autoridades hispanas deciden acabar con tal
desmadre, y el nuevo monarca Felipe V ordena que se ponga en marcha una fuerza
capaz de comenzar la reconquista de las plazas, en una supuesta búsqueda de aplacar
los miedos del pueblo, pues ya lo expresa el sabio refranero español ante la
ausencia de peligro; no hay moros en la
costa.
Venta de esclava europea |
No obstante, las arcas de España escaseaban para tal sacrificio, y la
falta de pagos de los deudores genoveses para con la hacienda hispánica, hacia
aún más difícil la tarea. El Banco de San
Jorge se negaba a pagar los dos millones de pesos que adeudaba a las arcas
del rey.
Con eternizadas excusas creyendo en la debilidad de los ejércitos que
antaño se habían señoreado por Europa, los genoveses no entendían que los
españoles fuesen capaces de hacer fuerza suficiente para recibir lo adeudado.
“Pero todavía en Las Españas
nacen héroes”, dice una
tonadilla popular que cantan los niños en las explanadas y las plazas del
imperio. El insigne General Don Blas De Lezo se personó con seis navíos de
guerra con órdenes superiores ante el puerto de La Republica Genovesa, con la
firme intención de abrir fuego contra la ciudad si no se cumplían las debidas
sanciones en un tiempo fijado. Los genoveses ya tenían mención del gran General
español, y por las bravas… que al final pagaron. Pero Lezo no se conformó con
los pesos, y exigió por la afrenta a su rey que se rindieran honores
extraordinarios a la bandera de España, cosa que así sucedió. Y gracias a la
plata recuperada, la financiación de la inmensa flota y el ejército se preparó
y adaptó para la recuperación de los territorios africanos.
El 16 de junio de 1.732, la flota comienza su marcha hacia las
fortalezas de Orán y Mazalquivir (Mers el—Kebir) en perfecta formación bajo las
órdenes del Comandante Supremo de la Armada, Don Francisco Cornejo. Hombre de
guerra con más de cuarenta años de experiencia sobre sus espaldas, Cornejo es
de esos soldados viejos pertenecientes a una estirpe de glorias pasadas, que
miran al futuro con resignación. Comenzó su carrera castrense como arcabucero y
después corroboró su valía como artillero. Batalló por mar contra los
franceses, fortificó Mahón, guerreó en Ceuta, en Nápoles y en el sitio de
Gibraltar de 1.704. Luchó en Portugal; defendió con uñas y dientes Cádiz de los
ingleses y les arrebató Ibiza.Y para culminar una brillante estela, fue enviado a América, donde como
capitán de navío desarrolló otros tantos desafíos de la misma gloriosa manera. Ahora, ascendido a Teniente General, Don Francisco quiere rubricar una
vida de victorias con un golpe maestro sobre la ciudad mediterránea de Orán.
El comienzo de la novela...
La estampa que se admira desde el puerto de
Almería es indescriptible. Banderas, estandartes y pabellones se reflejan y
confunden entre los cielos y los mares. Los múltiples palos y velámenes emergen
como un gran dragón que crece rumbo al horizonte. Doce navíos de línea,
cincuenta fragatas, siete galeras, veintiséis galeotas, cuatro bergantines,
noventa y siete jabeques y varios buques con munición de artillería, más el
centenar de naves que transportan al ejército compuesto por 25.000 hombres de
guerra. Cuando los corresponsales de las potencias extranjeras vieron lo que
surgía de allí, dieron aviso a sus respectivos países. En las cancillerías de
Europa se tomó buena nota; el gigante hispano aún no había caído.
Un día después de la salida del puerto, Alcaraván cree que sus tripas
se están volviendo del revés. Los estómagos de los hombres que no están hechos
a la mar se resienten más de lo debido.
Rememora las ingentes cantidades de barcos que ha visto surcar los mares
desde su infancia, allá en los riscos de Tenerife y en el puerto de Santa Cruz.
En todas las clases de barcos admirados y navíos de tan dispares tamaños con
los que soñó, y los desvaríos de grandes viajes que su imaginación le arrastró
tantas veces, y ahora, en la cubierta repleta de soldados, Tirso se asoma por
la borda vomitando el rancho del día por la baranda, jurando y perjurando no
volver a pisar los tablones de ningún bajel en su vida.
— ¡La Virgen! —Exclama Tirso, pasando la manga por sus labios — Tengo
las tripas vueltas del revés.
— ¿Te queda algo por verter del cuerpo? —Pregunta con cierto cachondeo
el artillero Joaquín de la Ripa, con quién hizo buenas migas en la larga espera
del puerto.
—Creo que no… ¡Puf! —Y de nuevo, los pocos restos que pudiesen
guardarse en las entrañas de Tirso se despiden por la borda del buque.
— ¡Ánimo camarada! — La mano de Joaquín se posa en la espalda de
Alcaraván, procurando aliento.
El muchacho tinerfeño no recuerda una noche como aquella. Cuando les
ordenan bajar a la cubierta inferior, apenas puede ponerse en pie sin doblar el
cuello por la baja altura de ésta. El navío de guerra es un mundo lóbrego. La
luz, a duras penas encuentra recodos para penetrar en las cubiertas menores.
Con el tiempo embravecido se cierran las cañoneras, acentuando dicha oscuridad
entre los puentes, sumado a la orden tajante de no hacer ningún fuego. Sólo el
calor de la aglomeración calienta a los hombres. Tirso apoya su cuerpo sobre
las cajas de municiones que se agolpan en el medio de la cubierta, apretujado
por otros soldados que, a su vez, son incordiados por los caballos que se
hacinan al fondo. El olor se convierte en algo aún más insoportable que la
angustiosa sensación de ahogo. El sudor, los vómitos, el excremento de los
caballos y los hombres... Aquella noche es interminable.
Con el paso de los años, Alcaraván sonreirá al recordar aquella horrible
madrugada. Lo que fue una noche de tal magnitud para el joven Tirso, se
transformaría en una simple anécdota en comparación con lo que le tocaría vivir
después. Sin embargo, es curioso pensar en la manera cómo reaccionamos ante las
experiencias de la vida. Lo que un día era un problema enorme, se torna en algo
diminuto cuando el camino de la existencia se vuelve pedregoso y arduo. El
pantano donde habitamos en el pasado sufre la gran metamorfosis, transmutándolo
en el dulce paraíso perdido al recordarle.
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