miércoles, 27 de noviembre de 2222

Episodio 1º La Florida 1.723

1.723


En algún lugar no muy alejado de la costa atlántica, entre La Florida española y Carolina del Sur, se oye a través de la espesura el ladrido de unos perros. Mientras corre, el muchacho siente pánico al recordar la terrible figura canina sobre el cuerpo desfigurado del que fuera su compañero en la huida. No frena su incesante ritmo, mientras luciérnagas de algodón saltan a su paso. El ladrido se multiplica, y varios aullidos se aúnan con un disparo en la lejanía procedente del norte. Su corazón marca los latidos, como un reloj que suena en su pecho presagiando una cuenta atrás. No puede quitar de sus retinas las fauces del can haciendo presa en la axila de su camarada en medio de aquellos gritos desgarradores. Aquel pobre hombre era de frágil complexión para aguantar la interminable persecución. Arrinconado en un vado por las bestias, los huesos se quebraron ante las quijadas de las fieras. Perros enormes y montaraces, pertenecientes a la vieja estirpe de los Alanos Españoles. Terror de los nativos desde los tiempos del descubrimiento y conquista del nuevo mundo. Mestizos de mastines y dogos, con las orejas cortadas para evitar heridas en las luchas y de ojos inyectados en sangre, ambarinos y rojizos.
¡No puede más! El aliento le asfixia el pecho, las entumecidas piernas le pesan como nunca hubiese pensado que fuese posible. “Vamos negro… corre, corre” se dice entre jadeos. A su pesar, piensa que mejor así. De no ser por desviar su atención, aquellas feroces dentelladas le habrían abierto a él las entrañas y serían suyas las vísceras desparramadas por la fértil tierra. Se detiene a recuperar el aliento. Una serpiente le impresiona mirándole a los ojos desde la rama de un árbol, observando la jadeante cadencia de su torso inhalando y exhalando el aire necesario para poder continuar corriendo… y sólo una meta… ¡La Florida española!
Empieza a faltar el aire en los pulmones. El jadeo amortigua los sonidos del espesor que le rodea. Con la boca reseca y la piel arañada al entrar en la más frondosa naturaleza, echa una mirada atrás. Las manos en las rodillas, coge aliento doblado y se concentra en inspirar y expirar por las narices. La boca reseca… y el ladrido de los perros más próximos. De nuevo corre. El aire que entra en sus pulmones parece quemarle las costillas. El sonido de sus propios latidos le tapona los tímpanos. En la locura de la carrera pierde la orientación y siente que se marea. “Los perros se acercan…corre Negro” La vegetación y su vista nublada le traicionan, cayendo por una quebrada, hasta dar de bruces en las agitadas aguas de un rio ¡Zas! Los fríos remolinos le paralizan cuando entra en contacto con ellos. Su cuerpo se hunde hasta golpearse con una piedra del fondo, que le hace perder el sentido.


El muchacho se ve sorprendido cuando abre los ojos, confuso y aturdido. Una mujer le inspecciona los genitales cuchillo en mano. Un grito de terror acompaña el salto hacia atrás, al tiempo que descubre a un viejo indio que le posa su mano sobre el hombro, con un gesto de amistad. El calor de su respiración le advierte de la fiebre, y la imagen de la joven india se desvanece de nuevo entre brumas.
No sabe el tiempo transcurrido. Abre los ojos despacio, y con gran esfuerzo, se tapa la vista con una de sus manos para evitar la luz que deja pasar una figura humana, que se encuentra delante de él.  Lo primero que piensa es que está hambriento. El vacío de su estómago aprieta, y se encarama por la tráquea hasta toparse con su seca boca y los labios cuarteados. Estira sus facciones y se restriega las manos por la cara a modo de despertar.
—Agua… —indica la figura con voz anciana, acercándole un cuenco de agua.
—Gracias —Bebe ansioso hasta vaciar el cuenco sin quitar ojo de cualquier movimiento entre las sombras.
Entonces, se detiene a dudar… ¿dónde está y con quién?
La mujer, una vieja india semínola con el rostro arrugado con amplios pliegues de su piel, no deja de sonreír al muchacho.
En el suelo, la paja amortigua el contacto con las tablas de madera que conforman la superficie.
La mujer recoge el cuenco de su mano. Un fuerte dolor al mover el torso le hace gemir y llevarse la mano al muslo. Aparta un manto de piel de ciervo y descubre una herida taponada con algún tipo de ungüento blancuzco sobre ella.
— ¿Tienes hambre? —una voz femenina más vivaz le sorprende a su espalda.
Él asiente, y padece algo parecido a la timidez por no haberse percatado antes de su presencia. Cuando ella sale apartando el manto de piel que sirve de portón, se vuelve a él enseñando un lozano rostro, pero con una melancólica mirada en sus rasgados ojos negros.
—Tú, ¿gusta…? —señala la anciana, indicando a la muchacha — ¿gusta?
El muchacho no sabe bien a que se refiere la mujer. Tampoco entiende correctamente el barullo de idiomas con el que le hablan, una mezcla de inglés y español.
—Hombres muertos — Aquello sí lo entiende.
Haciendo un esfuerzo, se levanta, y se tapa con la piel para salir despacio y observar. Puede ver cuatro cabañas de madera de palmera desperdigadas sin mucho orden, y varias mujeres ancianas trabajando en una especie de gran mortero situado en medio de ellas, machacando maíz dentro de él. Unos chiquillos juegan con un pequeño cocodrilo muerto, cogiéndole de la cola y dándole tumbos y golpes con palos en medio de gritos y risas.
Una punzada le dobla las rodillas, y un reguero de sangre le llega a los tobillos. Mira su herida y ve que se ha abierto. La joven muchacha aparece con una humeante tortuga. Corriendo, la apoya en el suelo y le ayuda a volver a la cabaña, pasando sus manos por la cintura de éste. Un fuerte aroma proveniente del oscuro cabello de la india penetra en las fosas nasales del huido. La sangre pareciese acelerar su caminar a través de sus venas. Aún con el dolor pesándole, piensa en perpetuar el instante.
Ya   dentro, se   tumba   y   ella abre   la herida con   un   cuchillo, introduciendo en su interior más ungüento pastoso en la brecha de la piel. Él se roe los labios y aguanta. Se retumba hacia atrás y se tapa el rostro, mordiendo la manta de piel.
Momentos después, ella regresa con la tortuga aún caliente. La apetitosa carne del animal reconforta al muchacho. Ella le insiste en que se la termine y él obedece. Su mirada, directa sobre los oscuros ojos del esclavo evadido, impacienta al hombre a quién sus amos le impusieron como nombre Bob. Aparta su mirada, y se intenta centrar en la carne de la tortuga, pero ella no cesa en su mirar inquisitivo. Termina rebañando cada rincón de la dura coraza del animal con una carcajada de la semínola.


Pasan los días, y el joven se recupera muy bien de la fea herida. La semínola se llama Minié, y tiene hipnotizado al esclavo. Todas las mañanas, ella le cura y limpia, le da de comer y beber, le arropa y le cuida. Es una experiencia nueva para él.  No sabe quiénes son aquellas mujeres, ni dónde están los hombres. “Hombres muertos”, masculla la anciana cuando se cruza con ella. Lo cierto es que no le interesa saberlo, o eso se dice mientras observa el delgado cuerpo de la india, con un hormigueo en su abdomen que se transmite a la entrepierna.
Una noche como las demás, Minié duerme en la diminuta cabaña junto a la anciana y el que fuera esclavo en Carolina. Antes del amanecer, despacio, muy despacio, la muchacha se acerca a él, apartando la piel que cubre el cuerpo del fugitivo. Se quita las ropas y se sienta encima del inexperto varón, con cuidado de no dañarle la recién cicatrizada herida. El muchacho despierta excitado y nervioso, mira a la anciana y se encuentra con sus ojos clavados en ellos. Minié nota como crece el miembro del hombre bajo ella. Con su mano derecha lo apresa y lo introduce despacio en la humedad de su interior. El calor más dulce e intenso eriza la piel del hombre.
Inmerso en la vorágine, accidentalmente encuentra los grandes ojos de la anciana observándoles desde la penumbra, mirando sin ningún rubor. Pero cuando entra en ella… ¡nada más!


Perdido en aquel desconocido terreno, apartado de todos los lugares de la tierra, los días se convierten en semanas y éstas en meses. Un escaso, pero suficiente cultivo cercano a las cabañas, el agua del rio y la abundante pesca, cubren las necesidades del idílico sueño. Mediante gestos y paciencia, entiende y se hace entender lo suficiente. La semínola no se separa de él, salvo para las tareas que le encomiendan, como la recolección de frutos o la pesca.
Con un pequeño fuego, casi imperceptible, las ancianas generan ascuas que mantienen el calor de las tiendas en las frías y húmedas noches de las tierras pantanosas. Los sonidos casi guturales, que surgen de las cuerdas vocales de las decanas la tribu, se repiten una y otra noche tratándose de un ritual cargado de secretismo para el huido. Solo es capaz de escudriñar o intentar adivinar que historias o lamentos se esconden tras aquellas extrañas palabras, sin ningún sentido para él. Pero le llenan de magia y misterio el ánimo. Su alma se deja arrastrar por la dulce voz de su joven compañera, apartando el velo de las intrincadas leyendas y traduciéndole, para que el puzle encaje en su mente.
Los hombres de la tribu perteneciente a los Semínola, que antaño formó parte del clan del viento, fueron muertos en una batalla contra los terribles indios creek, meses antes de encontrar al fugitivo medio ahogado en la orilla del rio.
Al sur, Florida y los españoles con la recompensa de la libertad para los huidos de las colonias británicas. Al este, los pantanos y más allá el océano. Al oeste, las guerreras tribus Creek armadas por los ingleses, traen sus tambores de guerra contra todo aquello que muestre signos de debilidad. Al norte de las cabañas, los anglos de Carolina y su recuerdo aterrorizan al prófugo. Los ojos del muchacho miran con pavor los rojos incandescentes que recobran vida en las ascuas, gruñendo cual garganta del dragón de la noche. Se estremece ante los recuerdos y el miedo.
Las manos de Minié le aprietan con nervio, cómo si ésta sintiese la necesidad de transmitirle su fuerza de voluntad. Una extraña y nueva sensación de tranquilidad y sosiego se apoderan de él, gracias a su compañía.
El ajetreo del viento sobre las copas de los árboles pareciese ahora un lejano susurro. Un placentero nudo en el estómago, y la acuciante necesidad de tomarla, se topan con las ganas de retener aquel instante. El rostro de la india brilla en la oscuridad cual luna llena, adornada por los luceros que le miran como si nada más hubiese sobre la faz de la tierra.
Por primera vez en su vida, conoce el sentimiento del amor.

El muchacho está pescando sobre una canoa de percha, en un serpenteante río cercano al diminuto poblado. La espesa vegetación, rodea y abriga las esmeraldas y estrechas aguas, como si la naturaleza pretendiera esconder con las copas del gran vergel el devenir y el curso del río. El sonido de las aves revoloteando entre los árboles se funde con el viento, que, a ráfagas imprecisas, sacude los extremos de las ramas que se apoyan contra las aguas, chapoteando cual niños sobre ellas.
En aquella zona del torrente los peces se vuelven lentos, y al joven le cuesta menos esfuerzo conseguir el sustento del día. El Sol golpea la espalda del muchacho con fuerza. Se refresca el rostro y el cuello, descansando un instante. La sensación del agua enfriando su espalda le relaja. Inspira largo y tendido. El bosque parece callar. Entonces algo le dice que no debería estar allí ese silencio… ¡Que el bosque nunca calla, salvo al contener la respiración!
Cuando oye los ladridos de los perros, los primeros segundos son confusos y cree que son un extraño recuerdo. La expiración se alarga en el tiempo con el sonido del disparo. El sudor de su cuerpo se congela. Tras el escalofrío, se lanza al agua nadando hasta la orilla, y corre hacia las cabañas. Conforme se va aproximando a éstas, el pulso y el miedo se van adueñando de él. Los truenos resuenan. Las armas de fuego escupen su violento mensaje en medio del tupido bosque de noble madera.  
Unos chillidos de mujer le hacen detenerse por un instante, y escuchar atento de dónde procede. 
“¿Es Minié?”, piensa que no. ¡No quiere que sean los de ella! 
Más gritos, y el ladrido de los canes. ¡No puede creerse lo que oye!
Los nervios le atenazan y las arcadas afloran. Esas malditas fieras. Vuelve a correr en dirección a las cabañas. Algo ocurre. Se detiene y queda inmóvil. Oye un bramido, pero se da cuenta que es su propia voz la que escupe maldiciones.
Resopla y agarra una piedra del suelo. Se encamina mordiéndose los labios, dispuesto a morir matando. Quiere oler de nuevo la piel de Minié, acariciar su largo cabello y sentirse dentro de ella. Aprieta con fuerza la piedra… ¡una mano le toca el tobillo! Con el corazón en un puño, y levantando la piedra con fiereza dispuesto a machacar lo que allí le esté agarrando, ve entre las grandes hojas del suelo a Minié tirando de él hacia abajo.
— ¡Calla! —le insta llevándose la mano a la boca.
Yendo ella por delante a toda prisa, y con los ladridos sonando nuevamente procedentes del norte como una tormenta que se acerca, los jóvenes no paran de correr durante horas en silencio, imbuidos por el miedo y la única tarea de sobrevivir.  
Otra vez, sólo queda correr. Consiguen alejarse de los colonos ingleses y de los aullidos de los sabuesos que se pierden en lontananza. Un hilo de humo grisáceo aparece sobre el cielo, indicando el lugar de la matanza. Los ojos de Minié se mantienen estoicos. Él la mira de soslayo sin decir palabra, imaginando el cruel final de la pequeña tribu semínola, que fue su familia durante aquellos extraordinarios meses. 
El silencio y la pena protagonizan la larga marcha de la pareja.
Al cabo de dos días llegan a un claro, donde unos cultivos de maíz y zanahorias crecen robustos. Esperan a que la noche oscura les mimetice, y se atiborran de los vegetales sin ser conscientes del mal que les acecha a escasos metros.
Están siendo vigilados.


En la región de los Apalaches, un gran grupo de esclavos se levantó muy violentamente de las rancherías mineras, causando un terrible perjuicio en la zona y su comercio.
En los altos de una ciénaga con difícil entrada, los negros escapados llamados cimarrones, construyeron palenques y trampas donde los hombres de Quesada cayeron como hormigas. Matías Quesada era el jefe de aquel contingente y ahora, con su menguado grupo de cinco españoles, varios indios de la tribu Pueblo y trece negros libertos, persigue hasta dar caza a cualquier bicho viviente que pueda esclavizar y vender. 
Matías es una mala bestia. Las autoridades españolas le recriminaron sus primeras acciones, por el brutal escarmiento que gustaba dar a los desgraciados que caían en su red. Con el paso de los años, se transformó en un perseguido más de la corona hispánica, al no acatar ninguna de las leyes que llegaban desde la península. Con un pequeño ejército de los más fieros y salvajes indios y negros de la Nueva España, persigue a todo aquel hombre, mujer o niño, que se pone a tiro para venderlo en los mercados esclavistas ingleses, holandeses e indios, sin importarle lo más mínimo su religión, raza o nación.   
Quedan bajo su tutela dos mujeres y cuatro hombres. En realidad, son ya un despojo humano, envolturas de piel que alguna vez guardaron vida en su interior. Llevan días sin comer ni beber, y sufriendo las vejaciones que le place a Quesada y a sus hombres. Guardan un día de descanso cerca de un claro donde unos cultivos naturales crecen a su vera, y el agua fresca del rio les humedece los gaznates. Y allí es donde uno de los compinches de Quesada, un indio Pueblo, localiza a la pareja que huye de la frontera colonial británica.
Minié acaricia los doloridos pies de su compañero, calmando algunos cortes y heridas causadas en la alocada carrera hacia las cabañas. Las manos de la mujer le apaciguan. Minié se acerca al cauce del arroyo para mojar una tela, y así, enfriar la circulación y el calor que desprenden los pies del hombre. El sol se esconde ya tras una de las colinas del horizonte, dejando asomar con levedad, la primera de las estrellas del firmamento.     
Poco pueden hacer cuando se ven sorprendidos y rodeados por los fusiles de los hombres de Quesada. Los amantes enmudecen de terror.
Un estremecimiento terrible paraliza la respiración del joven. Minié le observa queriendo parar el tiempo, intuyendo que será el último de los instantes con él. Nada puede hacer el muchacho fugitivo, al ver como uno de aquellos malditos, de baja estatura y corpulencia, arrastra a Minié por los pelos sin mediar palabra.
— ¡Arriba negro! —Un golpe en el estómago y un grito le despiertan del letargo.
— ¿De dónde salís desgraciados?
Con una gruesa soga al cuello, y las manos atadas por detrás de la cintura con la misma cuerda que rodea su pescuezo, le hacen avanzar a través de la espesura por delante de su amada semínola. El improvisado campamento de los cazadores de hombres apesta a alcohol, y al extraño olor que desprenden los penosos seres humanos, atados y apiñados alrededor de un gran sauce.
La noche gobierna ya los cielos. Minié puede ver a diez metros a su querido Bob, junto al resto de los esclavos, observándola con intensidad y lágrimas en los ojos. Ella le mira con ternura, a la vez que nota sobre su cuerpo las sádicas miradas de los hombres de Quesada, mientras acaban su cena bañada en ron. ¡Sabe bien lo que va a suceder!, y lo que más la atormenta de todo, es que él será testigo. Se pregunta cómo es posible que tanta inocencia y ternura se escondan en un hombre que ha sufrido tantísimo. Entonces recuerda a su padre y hermanos. Su niñez lejana, y los escasos momentos donde el silencio y no los tambores de guerra, sonasen al compás de la memoria.     
El primero de ellos se levanta en dirección a ella. La agarra del brazo. Minié no protesta ni hace intención alguna de luchar. Debe sobrevivir. Sobrevivir cueste lo que cueste. Pero Bob no opina igual, que, con gritos e insultos, intenta en vano zafarse de las ataduras. La rabia y desolación del joven se confunde con los bárbaros gritos y los gemidos que pululan en la triste noche.
Uno de los indios se acerca al prisionero y le aporrea en la sien oscureciendo la escena y dejándolo seminconsciente en el suelo, pero lo suficientemente despierto para ser testigo de la espantosa escena.
Minié no grita. Aguanta algunos golpes que por placer y sin sentido la ocasionan y después, hace lo único que puede. El primero será Quesada, que aparta al corpulento barbudo que tenía esa intención. Escupiendo sobre su mano, se lleva ésta al sexo de Minié y la penetra. Soporta las embestidas de Matías apretando los dientes y con la mente puesta en el cuerpo de su hombre, que yace casi inerte en el suelo. Ella aguanta, pero con la sospecha de no ser suficientemente fuerte... Y que la noche se la llevará para no volver.
¡Un disparo en la oscuridad interrumpe la abominable estampa!
Ahora todo es confusión en la borrosa visión del muchacho. Intenta elevarse del suelo, pero no puede por el golpe en la sien. Un fino reguero de sangre baja hasta la comisura de sus labios. Minié se arrastra hasta él, y se cogen de la mano para después abrazarse. Los dos se duelen y se creen muertos en cuestión de minutos. Los disparos no cesan. El esclavo evadido, piensa que la humareda de pólvora son las puertas del más allá, que se abren para llevárselos.
El cuerpo de uno de los negros de Quesada cae sobre ellos con un disparo en el pecho, enseñando las costillas abiertas. De igual manera perecen la mitad de los negreros, huyendo otros a través de la espesura de la floresta. 
— ¿Un espectro…? —se pregunta Bob, susurrando al ver la extraña figura que se planta delante de Quesada.
El hombre sujeto del cuello a Quesada con una mano, y le abofetea con la otra. Matías no lleva pantalones ni nada que cubra su sexo. El hombre uniformado hace un gesto para que sus hombres ayuden a la pareja y al resto de esclavos. Bob piensa entonces que debe estar muerto por la visión que ante sus ojos se plasma como un espejismo. Todos los hombres que les acaban de rescatar, tienen el mismo color de piel que él… ¡Negros con uniformes y fusiles!  ¿Pero… cómo es posible? ¡El hombre que les comanda también es negro!
—Hace años te advertí que, si te volvía a ver, te mataría —dice amenazador el hombre, agarrando del cuello a Quesada. En sus ojos, un brillo de odio y asco advierte a Quesada lo que le espera.
—Asqueroso negro desgraciado… —Quesada escupe sobre el rostro del Capitán de la milicia.
Quesada no puede terminar sus insultos. Apretando con fuerza su cuello, el hombre estrangula a Matías con gesto enloquecido. El feroz jefe de los cazadores de hombres dobla las rodillas, mientras sujeta las muñecas del Capitán intentándose librar.
— ¡Menéndez! — uno de los milicianos recrimina al Capitán.
Como si un resorte le hubiese dado aún más vigor, el capitán aprieta salvajemente mientras se muerde la lengua. El miliciano intenta apartar entonces a Menéndez.
— ¡Pare por dios! Llevémosle a San Agustín.
Pero el resto de compañeros le quitan de en medio, para que el Capitán termine con lo empezado.
—Calla… ¿Acaso no recuerdas sus perrerías? —observa con placer la sentencia otro hombre. 
—Aquí queda todo, ¡ostias! —celebra uno de los milicianos, escupiendo sobre el suelo —. Muerto no podrá hacer más daño el hijo de puta…
Los últimos estertores de Quesada liberan a Menéndez de una venganza buscada desde muchos años atrás. 
Los soldados pasan a cuchillo a todos los hombres de Matías. Un pacto de silencio se cobija en los filos de las bayonetas que se hunden en los reos. Como si un acto de encarnizada furia divina se estuviese llevando a cabo, la matanza se asemeja a un sacrificio al dios de la venganza. En realidad, cada uno de aquellos hombres uniformados, está limpiando sus propios recuerdos de espectros remotos.     
Bob agacha la cabeza, temeroso del estandarte de los castillos y leones que ondea en la vanguardia de la milicia, junto a la gran cruz de San Andrés, bandera del imperio. El capitán Francisco Menéndez y su milicia de hombres libres van en dirección a la ciudad de San Agustín. Con ellos viajan varios negros escapados de la región de la Carolina británica, y ahora también Minié y Bob.
Por el camino, sufren el ataque esporádico de un grupo de cherokees con la única intención del robo de armas y cualquier otra cosa que les pueda venir bien.
La experiencia de Menéndez, y la entrenada milicia acaban con las repetidas incursiones de los cherokees, dándose por rendidos y volviendo a la costa en busca de sus adeptos británicos.
Cuando los azabaches muros del castillo de San Marcos aparecen pegados al mar, los jóvenes no pueden más que asombrarse de tal magnífica obra de ingeniería. Sus cañones apuntan en todas direcciones desafiantes, y con sus ánimas orgullosas, defensora de la ciudad de San Agustín de La Florida. 
Antes de llegar, los portones de la ciudad se abren para dejar pasar a sus huéspedes al interior. La población también cuenta con murallas, pero no de la magnitud de la fortaleza.
En un carro abierto sin lonas, sentados con varios heridos, el muchacho no suelta la mano de Minié observando su entereza y resucitando la violación al cerrar los ojos. “¿Cómo puede estar ahí, como si nada hubiese sucedido?” se pregunta, acariciando la melena negra de ésta. Entonces comprende y percibe la dureza de aquella mujer. Dura y pragmática, superviviente de todo un pueblo exterminado, la semínola borra de su mente todo aquello que no la reporta ningún beneficio. Profundas lágrimas brotan del muchacho mientras aprieta con más fuerza la mano de la mujer, dudando de sí mismo.


La corona española ofrece la libertad a los esclavos huidos de las duras condiciones de las colonias británicas, con la única condición de convertirse al catolicismo y jurar lealtad al rey de España. Un mes después de la llegada a San Agustín de la extravagante pareja, en la nueva iglesia de la ciudad, el párroco sostiene una hermosa concha en su mano, dispuesto para la ceremonia del bautismo. Delante de Minié pasa el que fuese conocido por el negro Bob allá en el norte. Éste inclina su cuello mientras se pone de rodillas. El cura vierte el agua bendita en la coronilla del joven.
Con una amplia sonrisa y un beso en la frente, el sacerdote les otorga un nombre cristiano.
—Lorenzo.
Las manos de los recién bautizados al cristianismo se tocan mientras el agua cae por el rostro de la india semínola.
—Ana.
Junto a ellos, dos negros y siete indios más son bautizados. Tras la ceremonia religiosa, juran lealtad al rey de España y pasan a formar parte de los súbditos de éste. A continuación, la pareja vuelve a la iglesia para casarse bajo la atenta mirada de su desconocido Dios. Una vida nueva por completo les aguarda. Un destino incierto y misterioso, en un mundo rotundamente diferente del que proceden.