Alcaraván lleva toda su corta vida trabajando entre los arrecifes de
Tenerife, cohabitando con los gigantescos cortes montañosos que se precipitan
al mar. Desde niño pisa aquellas rocas ennegrecidas, poco después de quedarse
sin madre. Nunca conoció a su padre, y aunque decía no importarle demasiado aquel
interrogante de su vida, lo cierto era que aquel vacío le marcaría para
siempre. Su madre, procedente de un pueblecito cercano a Santiago, le contó que
era hijo de un capitán de fragata de alguna noble casa catalana. Pero lo cierto
era que, de igual manera, podría haberse tratado de un marinero borracho que la
hubiese forzado en el fatídico barco que la trajo al Archipiélago, cuando
todavía estaba llena de esperanzas.
Aunque su nombre era Tirso, nadie le trataba como tal, y los cuatro
gatos que le conocían en la zona le apodaban Alcaraván, como el pequeño
pajarillo migratorio. Y es que el chiquillo era igual que el ave en sus
comportamientos, pues salía de noche a conseguir sustento, era huérfano
solitario y desconfiado, que enseguida se movía ocultándose con facilidad y con
tendencias a refugiarse en los recodos de la piedra, por los miedos que le
entraban nada más ver a cualquier desconocido. Fue una vieja viuda quién
encontró al niño alimentándose de saltamontes, y terminó por adoptarlo y darle
cobijo en su más que humilde morada, construida de madera y horada en medio de
la roca vieja. Alcaraván creció entonces libre por los parajes rocosos norteños de la isla de Tenerife, acechando reptiles y persiguiéndolos en carrera, descalzo entre las piedras como un hábil gato salvaje. Y a través de los conocidos de la anciana Dolores, terminó aprendiendo el único oficio decente que tenía a su alcance; recolector de orchilla. Se trata de uno de los productos que más ha influenciado el destino de las islas
Canarias a lo largo de su historia. Éste liquen, es un excepcional tinte de color
rojo, conocido desde tiempos lejanos, pues fenicios, cartaginenses, y el
imperio romano, pusieron interés en él, otorgando a las islas el nombre de Las
Purpurarias. Y la familia de la viuda, desde donde la memoria no alcanza a ver,
se dedicó a la recolección del preciado colorante que daba ahora el color
purpura a los obispos por toda la cristiandad.
El chiquillo ronda los diez años, es rubio y de una piel muy blanca pero aceitunada por la luz solar que desde su infancia golpea sus espaldas. Es muy delgado debido a la escasa variedad de alimento que recibe su cuerpo, pero de constitución fuerte y sana. Sus pies, como los del resto del oficio, se han ido transformando en duras suelas, que se agarran a los pequeños huecos que se abren entre los riscos y las arenosas orillas, salpicadas de cortantes piedras que asoman traicioneras. Aquella mañana, poco después del amanecer, Alcaraván ya se encontraba
en lo alto del risco disponiéndose para la arriesgada tarea. Como en el lugar
donde hoy van a trabajar, no hay saliente rocoso de fiar para amarrar el cabo,
Tirso busca una buena piedra de peso suficiente para atar el cabo sin peligro.
Acto seguido, el chico excava un hoyo en el suelo a tres metros del borde del precipicio,
de un metro de profundidad e introduce la piedra donde ató anteriormente el
cabo, rellenando con arena y piedras el agujero. Alcaraván pisa una y otra vez
el lugar y se garantiza de la validez del trabajo del que depende su vida y la
de su maestro de oficio, el cual se dirige ahora entre los riscos igual que un
arácnido, hacia la zona más peligrosa y plagada de orchilla del acantilado, en
el semblante norteño de la isla.
Cuando termina su labor y el sol se posa en la coronilla del imberbe,
éste siente que las tripas le demandan alimento, y se dispone para almorzar
tranquilo. En un peñasco sentado, Alcaraván se lleva un trozo de queso duro a
la boca, acompañándolo con un dulce vino de su fiel bota, más mosto que vino y
más agua que mosto, la cual le escolta siempre que sale de casa. Bajo él, de un
color negruzco y salpicado de puntitos blanquecinos a modo de pequeñas
verrugas, la orchilla forma entramados manojos de hebras sobre las superficies
de las rocas en las que crecen. Un último chispazo de la bota y un bocado al mendrugo untado con
morcilla, dan por terminado la comida del día para disponerse al tajo de nuevo.
Situados entre la costa inferior de las rocas que no son golpeadas por
las embestidas del océano, y las más elevadas a más de medio kilómetro de
altitud, éste liquen compuesto por unos filamentos, donde mejor florece es en
los peñascos y riscos orientados hacia el norte. A pesar de su menudo tamaño,
esta curiosa planta crece muy lentamente, necesitando al menos cinco años para
su corte. Si la planta es arrancada de raíz, sin dejar la costra que se agarra
a la roca como base, ésta no volverá a crecer. Sólo si al desprenderla con el
cuchillo se respeta la raíz, las plantas tendrán futuro, y con ella, la
población de la comarca.
La recolección de la orchilla en lugares de fácil acceso, no requiere
ninguna habilidad en especial, salvo el buen manejo del cuchillo o herramienta
similar, y en algunos casos junto con una especie de peine de madera para no
dañar la raíz o costra antes mencionada. Pero la avaricia en muchos casos, y el
menosprecio por el futuro de los que algún día pisarán éstas tierras, está
menguando la reproducción del liquen, teniendo que encontrarlo en peligrosos
riscos o precipicios donde el orchillero se juega la existencia en cada una de
las escarpadas aventuras de recolecta, entregando más de uno su vida en tan
arriesgada labor.
Éstos hombres, analfabetos e ignorantes del mundo que va más allá de
las recias piedras, los salientes y precipicios; de parcas palabras, y poco
entendibles para los que a las islas llegan; sucios y curtidos por las arenas,
la sal y el sudor de tan violento oficio; éstos hombres forman la zona más baja
de la escala social, el musgo de la piedra que se ve representado en el
edificio del Imperio Español. Ellos siempre agachan la cabeza si alguna vez se
topan con los dueños de las tierras que labran, o las rocas que rascan en su
afán laborioso. Si cruzan sus miradas con los descendientes de conquistadores,
o clérigos, mercaderes o funcionarios que se supieron fraguar fortuna; todos
aquellos que indican los destinos del mundo, para que otros aren la pedregosa
tierra que forma el camino; si la voz de los señores clama, ellos obedecen y
callan.
El hombre del que todavía aprende Alcaraván, de nombre Juan, puya un
grito al chaval desde una quebrada cien metros por debajo de él, indicándole
que le lance el cabo para irse atando, con la intención de descolgarse por el
precipicio otra tanda de cincuenta metros. Tirso lanza con maña hasta su
maestro, la cuerda con la fuerza y destreza que se necesita. Es recogida por
Juan, que en un abrir y cerrar de ojos prepara el zuncho donde sentarse. El
zuncho es una especie de sillín colgante, formado por una tabla unida por los
extremos con una cuerda que pasa por encima de los hombros, de cuya parte
superior parte otra sección de la cuerda, que se ancla en el cabo.
— ¡La raspadera! —aúlla un enfurecido Juan.
— ¡Mírate en la mina! Ostias —le contesta irritado Tirso, dando por
seguro que introdujo la herramienta en el recipiente en forma de sombrero que
se utiliza para ir depositando la orchilla desprendida con la raspadera.
El maduro orchillero hace un mal gesto, pero encuentra la raspadera y
continúa sin más comentario. Desde lontananza, Alcaraván recolecta en otra
sección menos peligrosa, siempre atento a las posibles peticiones de auxilio o
llamadas de su maestro por alguna necesidad.
No hay amistad ni nada parecido entre ellos. Juan desprecia
profundamente al chaval, y en más de una ocasión se lo ha manifestado sin
ambages. Comparten las horas de luz en medio de un silencio absoluto,
interrumpido por las órdenes que Juan suele vocear sobre el chico, aun
teniéndolo a su vera, o feas palabras acompañadas de cogotazos que martirizan a
Alcaraván sobremanera. El momento más feliz de éste, lo vive cuando por fin
comienzan las luces a escasear y tornarse peligroso andar por los riscos,
sabedor, que la jornada termina y con él la pesadilla del día.
Para Juan, Tirso es un mocoso al que considera un alcahuete sin respeto
ni vergüenza, ni merecedor del amor desinteresado que la vieja Dolores le lleva
entregando, desde el día que le arropó en su humilde seno. No le agrada su
compañía, pero es cierto que trabaja bien, y por la miseria que recibe el
muchacho, le sería difícil encontrar a otro ayudante para la apurada
tarea.
Y aquel mismo día, cuando la jornada toca a su fin y Juan regresa
exhausto del peligroso escarpado, se encuentra al pequeño Alcaraván
calentándose en un pequeño fuego con el bolso de Juan abierto e indagando en su
interior. La estampa enfurece al veterano orchillero, que se lanza sobre él,
dándole un sonoro bofetón.
— ¡Cabrón! —El sonido de la bofetada viaja a través de la solitaria
escena. Alcaraván se mantiene callado y la mirada quieta hacia el pedregoso
suelo, con el firme examen de Juan sobre él —. Ya me dijeron que había que
andarse con cuidado contigo. Que no eres de fiar… ¿acaso eres un ladrón?
¡Desgraciado! —Alcaraván se mantiene agachado de cuclillas.
Con la figura de Juan pegada a él, Tirso está atemorizado. El
orchillero es un hombre con el aspecto igual que una bestia, acostumbrado a
arrancar con sus manos piedra desde niño, sus piernas y brazos parecen de cuero
oscuro, capaces de aplastar al chaval.
—Sólo buscaba algo de comer —dice temeroso sin levantar la mirada.
Juan en aquel momento se arrepiente de su violenta reacción. Se aparta
y mira al chaval de soslayo, intentando creer al chico de Dolores. Suspira y
sin decir nada más, recoge todos los bártulos con celeridad.
—Mañana…como todos los días. ¡No te retrases niño!
Y allí, callado y bajo las sombras del pequeño fuego, Alcaraván no
levanta la mirada salvo cuando el orchillero emprende el camino de regreso a
casa. Tirso le mira marchar con sus enseres a cuestas, y perderse poco a poco
entre las tinieblas.
Hasta que el fuego no se consume, permanece cercano a su calor,
pensativo y extrañamente sosegado. La oscuridad va ganando terreno alrededor de
él, a la par que se desvanece los últimos rescoldos de la hoguera.
Y esa oscuridad penetra también en su espíritu. Un gigantesco
aborrecimiento que le penetra y retuerce las entrañas. Un odio visceral por ese
maldito cerdo que le ha abofeteado como a un niño mal criado.
Al cabo de cierto tiempo, decide marchar también de regreso a su hogar.
La entrada a la casucha es un amasijo de madera y piedras, que da a la horadada
roca un cobijo para Alcaraván. Hay dos banquitos diminutos perfilados en la
roca viva; dos estrechos camastros que pegan sus cabeceros uno con otro para
aprovechar el espacio cavernícola; un destartalado baúl en medio como frontera
entre los dos pobladores de la estancia, y a un lado, junto con una apertura
natural en la roca como una chimenea, la vieja Dolores calienta siempre sus
caldos y sopas, menú éste, que no ceja de seguir a causa de su falta de
dentadura, siendo para la mujer imposible comer nada masticable. Sopas y caldos
con pescados que previamente trituran, escasas verduras, hierbas, tubérculos y
frutas cuando se puede, es la base de la dieta en casa. La carne de algún
pequeño mamífero, pajarillo o reptil, se deja caer en la cazuela de vez en
cuando para alegría de sus entrañas.
No falta mucho para la llegada del invierno. Tirso pasa la noche en
vela, observando en la penumbra los reflejos luminosos que la Luna desprende
del exterior, y las sombras del interior de aquella cueva excavada no se sabe
cuándo ni por quién en un principio, y que después, a lo largo de las
generaciones, cada una aportó sudor y lágrimas para acrecentar y adecentar
aquella fría piedra.
Sabe que Dolores le rescató de la soledad, el frío y el hambre. El
inconveniente que desciende desde sus pensamientos a su corazón, es que la
odia. A su parecer, la vieja no sintió pena por el inocente desvalido que se
escondía tras los pinos, acechando algún lagarto para llevarse a la boca. Se
trató más bien a juicio de Alcaraván, de un deseo de poseerle como objeto, el
tener a alguien a quién cuidar o mandar. Tirso piensa que aquella maldita vieja
no sintió compasión por él, sólo se trataba de puro egoísmo; pues el niño
recogido se transformó en un motivo para seguir con vida.
Y con aquellas demoledoras emociones, cabe sólo recapacitar que en el
chiquillo coexiste un monstruo que se aloja en su espectro.
En el alma del niño arde un deseo atroz; que aquella mujer se muriese
de una vez por todas, y sin descendencia viva que reclamar nada, pudiese
quedarse con la mugrienta cueva. Al menos, el olor a rancio que impregnaba la
anciana a la morada desaparecería, o eso anhelaba Alcaraván.
Recostado en el lecho con los brazos en cruz por detrás de su cuello,
siente la escasa cabellera de la vieja Dolores a dos palmos de la suya. La
examina de soslayo, escuchando su trágica respiración y sus constantes y odiosos
ronquidos, que acentúan ese repugnante olor que sale de las podridas entrañas
de la vieja. Alcaraván se levanta de un respingo mirando asqueado a Dolores, que,
encogida y arropada, parece una pequeña muñeca vieja y destartalada de la que
asoman estropajosos pelos grises y blancos, sueltos, difusos, sin sentido, en
medio de feas calvas, que acentúan ese aspecto enfermizo de su cuerpecillo
desagradable.
El muchacho se arropa a modo de túnica con el manto de lana del
camastro, y sale veloz a tomar el aire. Mira el cielo, y piensa en la cercanía
de la navidad. Las estrellas y sus movimientos, sus extraños parpadeos y los
diferentes tonos que entre ellas se pueden encontrar. En el mundo oceánico que
tiene delante, una penumbra aún más tenebrosa que el negro vacío de la nada que
se vislumbra más allá de las luces del puerto, aparece en sus pensamientos. No
tiene costumbre de padecer éste picazón que últimamente recorre su interior,
como una duda o incertidumbre, que se asemeja piensa él, al hambre; ese
hormigueo que padeces en las tripas, que te avisan para que engullas si tienes
algo que llevarte a la boca. Salvo que ésta vez, el hormigueo no proviene del
estómago; pues éste anida en los pensamientos y en el corazón por igual; y es
que Tirso se pregunta, ¿Quién, y cómo era su padre?