Óleo de la Batería de Paso Alto (Siglo XVIII PACO YANES) |
Carmen Kindelan no era la mujer más hermosa de las islas canarias, pero
nadie podía dudar de su belleza. Su larga y brillante cabellera de color
cobrizo no tenía rival allá en su niñez, y mucho menos después, cuando las
bellas curvas de mujer se fueron acentuando tiempo después de su llegada a las
islas Pródigas. Su padre se estableció en ellas gracias a las rentas recibidas
por testamento, y otras después de la guerra por la pérdida de una pierna en la
guerra. Una bala de cañón, se llevó de cuajo el pie y parte de la espinilla,
dejando medio palmo de pierna por debajo de la rodilla del teniente de Dragones
del Ulster.
La madre de Carmen Kindelan era Victoria Soriano, oriunda de
Villaviciosa de Tajuña, y allí conoció al Teniente, tras la batalla que allí se
libró. El irlandés se enamoró de la alcarreña de inmediato, y a pesar de la
amputación de su pierna, la arrebatada señorita se prendó del apuesto oficial
irlandés.
Detrás de la precipitada partida de la pareja de la península, se
escondía el temor del teniente a que su dulce flor castellana se lo pensara dos
veces, antes de emprender tamaña aventura con un hombre de su edad. Sobre todo,
con la insistencia de la familia Soriano, que no veía con buenos ojos que una
de sus hijas se fuese a casar con un extranjero por muy católico que fuese, y
encima con tres lustros de contraste entre ambos enamorados.
Pero al final, el matrimonio se aposentó en el archipiélago canario en
busca de fortuna como tantos otros castellanos, gallegos, andaluces, aragoneses
y de todos los rincones de la península; pero también flamencos, portugueses,
genoveses y hasta ingleses llegan para desarrollar principalmente, la
explotación del vino y el dulce y lucrativo comercio del azúcar, gran generador
de fortunas e integrador de la economía canaria en los mercados
internacionales.
El Teniente Kindelan compró una hermosa venta y su respectiva vivienda
en Santa Cruz de Tenerife. Allí, el matrimonio y su hija vivirían sus más
hermosos momentos, paseando en las orillas atlánticas con un amplio carro de
dos caballos que la propia Victoria Soriano compró a un buen precio.
La pequeña Carmen, siempre cerca de su adorado padre, escuchaba las
aventuras y desventuras pasadas por él en los campos de batalla de Europa, y de
la bravura de su madre y de cómo le cautivó el mismo día que la conoció.
Siempre andaba el antiguo Teniente dando la murga con su veterano
violín, tocando lejanas melodías de su tierra natal, y entonando cancioncillas
que alegraban las noches bajo la atenta mirada de las mujeres y el omnipresente
Teide, como espectador atento y callado. Las excursiones en la isla, y el
magnífico clima de ésta eran la guinda de una época feliz que pasó rápida y
fugaz, como suele ocurrir en estos casos.
Gustaba a los vecinos de los Kindelan, vociferar al Teniente en medio
de la amplia calle en la que residían, para que se asomara al balcón que
sobresalía encima de la entrada de la tienda, y alardeara con su anticuado
violín ante los críos del barrio. Éstos se ponían a bailar como locos, con las
risas y la complicidad de la hija, que le gustaba más jugar con los chiquillos
que con las niñas, y trepar por los riscos siempre que se le presentaba la
oportunidad, queriendo emular las batallitas del padre.
En la tienda de los Kindelan, se veía pasar a todo tipo de individuos y
personajes de lo más variopinto, llegados de todos los rincones de Europa. Pero
también se hacían negocios con la morisma en las islas, y más allá de las
costas africanas.
No obstante, si algo quedó grabado en la mente infantil de Carmen
Kindelan, fue el impacto que le causó la primera vez que se encontró con un
hombre de tez oscura como la noche, pocos días después de su llegada a Santa
Cruz. Aunque en la península había oído hablar de ellos, y no siendo extraño
que también hubiese visto alguno, a la pequeña Carmen la invadió el pánico
cuando el hombre se plantó delante de ella en las penumbras de la trastienda.
La inmovilizó de tal manera, que sólo pudo emitir un grito agudo, mientras
cerraba los ojos con fuerza, como si de esa forma pudiese evitar que aquel
monstruo la devorase, o lo que soliesen hacer aquellos seres del inframundo.
Cuando abrió los ojos, su madre ya la tenía en brazos, y la calmaba como veía
oportuno intentando tranquilizar a la pequeña, con las risas de su padre de
fondo.
Aquel gigante de ébano, no era más que El negro Miguel, un maduro y
castigado esclavo del anterior dueño del comercio, que pasó a formar parte de
los bienes de los Kindelan cuando se hizo el traspaso de la tienda y los
negocios que ello aparejaba. Y Miguel se convirtió en uno más de los miembros
de la familia con el tiempo, llegando a ser muy querido por la propia Carmen,
pero de momento, la pequeña huía al otro lado de la vivienda si le veía pasar
próximo a ella.
Con el tiempo y los juegos como el escondite, la chiquilla transformó
al negro Miguel en un amigo más del que ocultarse, y al que perseguir sin ser
detectada, o fastidiando al pobre su rutina diaria con travesuras. A decir
verdad, al negro Miguel le innovó la vida para mejor infinitamente. Pues los
juegos de Carmen y su alborozado e imparable ajetreo, alegraron una penosa
existencia de esclavitud y maltratos pasados con su anterior amo.
Y es que, si algo le enseño la veteranía de esclavo, era que pasar lo
más sigiloso y desapercibido entre sus dueños, sin llamar para nada la atención
era un gran premio de por sí. Normalmente, al menos con su antiguo amo, cada
vez que tenía más contacto de lo necesario con él era para acabar sufriendo
algún castigo. Fue capturado por algún grupo de esclavistas árabes, siendo un
niño de unos nueve años, en lo profundo de esas tierras extrañas y llenas de
misterios, donde alguna vez albergó una vida de libertad y rodeado de una
familia y unas costumbres que ya jamás volvería a sentir como suyas. Los negros
africanos llegaban a las islas después de ser atrapados para utilizarlos como
esclavos, sobre todo en las plantaciones de caña de azúcar, o en los servicios
domésticos.
Nadie sabría decir la edad de Miguel, pudiéndose ser de cuarenta o
cincuenta años, pues ni él mismo sabría decirla. Pero su estropeado físico y
una fea deformidad en su rostro, confundían sobremanera la tarea.
♣
En la casa familiar, un hermoso patio hacía de foco de reunión en las
placenteras noches isleñas. En el centro de la platea gobernaba orgullosa una
palmera, que servía de columna central para un cenador de blanca lona, que el
negro Miguel ponía y quitaba a gusto de su ama, la señora Soriano. Colgando de
las vigas que terminaban de formar el cenador, unas botas de vino se dejaban a
mano de los menesterosos que allí charlaban, o daban buena cuenta de las
surtidas viandas que la familia gustaba disfrutar. Unas alegres enredaderas
daban una fresca sombra en los días más calurosos del año, aun cuando los
pajarillos intentaban anidar en ellos, cosa que enfurecía al Teniente Kindelan
quién amenazaba bastón en mano con dejar sin rastro del vergel sobre sus cabezas,
para evitar que anidasen en éstos. Cosa ésta que resultaba cómica, pues ver al
curtido teniente luchar con las golondrinas a la pata coja, no era anécdota por
la que enorgullecerse en las veladas de veteranos.
La pequeña Carmen vendría a tener por aquel entonces unos nueve años, y
sus cobrizas trenzas no andaban quietas nunca, tirando de ellas su padre
siempre cariñosamente cuando intentaba éste que su hija obedeciera sin
rechistar sus consejos, pues sonaban constantemente a eso más que a órdenes. Y
es que la disciplina y educación que recibía Carmen era de todo menos
autoritaria, en una época donde el rigor con el que se educaba a los críos era
duro y en ocasiones con la rutina del maltrato tanto físico como mental de
fondo. Pero los Kindelan tenían un amplio sentido de la libertad y la
temeridad, sobre todo a causa de la señora Soriano, que tuvo una infancia de
duros castigos y algunos tristes hechos que vivió siendo niña y que la
convirtieron en una mujer que no se dejaba doblegar ni siquiera por su amado
esposo. Eso sí, altamente religiosa y piadosa de los mandatos de la Santa Madre
Iglesia, pero envueltos en una muy particular visión que no poco disgusto la
causó en su temprana juventud.
Ronda el verano, y los negocios en la isla van viento en popa, y todo
en la casa familiar es alegría y esperanzas por un futuro plagado de
expectativas. Un querido amigo sevillano, Don Muñoz, dedicado a la trata de
esclavos, contaba fantásticas historias a la familia Kindelan, incluyendo a la
pequeña Carmen, acerca de las fabulosas rutas de las caravanas que cruzan el
África de un extremo al otro del continente, atravesando oscuros rincones
montañosos, en los cuales puedes encontrarte con unos gigantescos y
terroríficos monos llamados gorilas, y otros animales fabulosos. Y escondidos
tesoros en verdes valles en medio de infranqueables picos nevados, donde ningún
blanco puso el pie nunca; y los grandes desiertos africanos, que, como un
océano de arena ardiente, uno no alcanza a ver otra cosa más que dicha arena
durante jornadas completas.
Y a través de esas fantásticas rutas caravaneras, los negros llegan
procedentes del Senegal y de Níger, ante todo, hasta donde se adentran los
comerciantes moros, ya que la trata es un negocio tremendamente importante para
ellos desde tiempos inmemoriales, para hacer negocios y riquezas después en los
puntos de cambalache. Ya sean árabes o negros esclavistas, pues entre ellos se
maltratan y especulan como el que más, los mercaderes intercambian sus
productos; esclavos, oro, sal, especias, telas y metalurgia. Partiendo después
desde estos puntos hacia el mediterráneo, llamada la ruta de Fez, y
monopolizada por los moros hoy en día, o dirigiéndose al Atlántico, que es la
que debió seguir el desdichado negro Miguel.
Tras la cena, Don Muñoz queda a solas con el Teniente, encendiéndose
las pipas de tabaco con la mecha de chasca, que apoya perenne en un brasero de
metal, que el negro Miguel ha traído para la ocasión. La señora Soriano se
acaba de retirar para llevar a dormir a la pequeña pelirroja, dejando a solas a
los hombres para que charlen de sus cosas.
—La vitalidad esclavista de las rutas desérticas no mengua un ápice —
cuenta Don Muñoz entusiasmado —. De Takedda a Tuat, me contaron de una caravana
que transportaba en primavera… ¡seiscientas esclavas! Los de Takedda se
enorgullecen de sus muchos esclavos y siervos, y que pueden rivalizar con la
Berbería.
— ¡Exageran! Seguro que no será tanto —añade el Teniente, aún sin saber
demasiado acerca del tema.
—El padre de mi padre, que Dios lo guarde en su seno —continua el sevillano
—, estuvo prisionero por los berberiscos durante ocho años, y de esclavo lo
utilizaron en Orán, para pasar después precisamente a formar parte de varias
caravanas en el desierto. ¡Y es que los irónicos destinos que Dios nos tiene
fijados, tienen su guasa! Ja, Ja, Ja.
Con estas risas, casi se ahoga Muñoz al atragantarse con el humo del
tabaco.
— ¡Miguel! —Grita el veterano irlandés —. Trae un poco de agua a éste
hombre.
Raudo, Miguel tiene intención de verter sobre un vaso agua, de uno de
los botijos que se guardan a la fresca. Pero Don Muñoz se adelanta, agarrando
el botijo para dar un corto trago desde la distancia de su brazo en alto, sin
dejar caer una gota al suelo, para mirar de reojo al instante al Teniente y
volver a sonreír, ésta vez con cierta malicia.
—No sea imprudente, que un día de éstos le doy una sorpresa y acabo de
un golpe con una bota de vino, y no encuentra usted pista alguna de ello.
Y es que el señor Kindelan, aunque lleva muchos años en tierras de España,
no consigue aprender a beber ni con el botijo ni mucho menos con la bota,
poniéndose perdido de vino, cuando lo ha intentado valientemente.
—Seguro que si hombre… Ja, Ja, Ja —asevera Don Muñoz, posando su mano
con ternura en el hombro del Teniente.
—Le digo aún más, estoy construyendo una bota yo mismo.
— ¿Pero lo dirá en serio? —pregunta incrédulo Don Muñoz.
—No lo dude mi querido amigo. Venga acompáñeme —Y dejando el patio
atrás, los caballeros entran a la trastienda con la luz de las candelas que encienden
en la puerta.
Sacos de tamaños diversos escalonados a un lado, y estanterías con
grandes libretos y archivos al otro, forman un pasillo artificial hasta el lado
más amplio del almacén.
Allí, sobre una cruceta se halla bien estirado el cuero de cabra de la
futura bota. Éste cuero, aunque más difícil de usar que otras pieles, aumenta
la vida de la bota por su flexibilidad. Después de seleccionar y retirar la
piel, se limpia y curte con tanino.
— ¡Por las barbas del Morito! que buen trabajo —La sorpresa y el rostro
de admiración del negociante de esclavos animan a Don Muñoz.
— ¿Qué me aconseja para impermeabilizar, brea de enebro o de pino? — pregunta,
muy orgulloso el Teniente, con la mirada de Muñoz fija en el cuero, todavía
sorprendido.
— ¿Eh…? Yo diría que enebro, pero a decir verdad no se lo puedo
asegurar —indica honesto.
—Creo que para coser la bota dejaré la tarea al artesano. No la vaya a
estropear a última hora con artes indebidas —le informa amigable el Teniente.
Don Muñoz partió para la península dos días después. El sevillano
marchó sin saber bien cuando sería su regreso, no sin antes regalar al teniente
con la complicidad de su querida niña pelirroja, una hermosa cajita para
licores de cerámica con una filigrana de marfil adosada, de un elefante
elevando sus patas delanteras en equilibrio.
Por esas fechas, el
negocio del azúcar bajó en las islas, y muchos se llevaron un terrible golpe
financiero por la bajada de ventas. No obstante, la producción de vino creció
exponencialmente y amparó la economía de la familia, y hasta la elevaría años
después. Fue en Tenerife donde se localizó fundamentalmente este vaivén
mercantil, lo que hizo de la isla el centro económico del Archipiélago Canario.