lunes, 27 de noviembre de 2017

Episodio 2º Los Kindelan

Familia Kindelan
Óleo de la Batería de Paso Alto (Siglo XVIII  PACO YANES)

Carmen Kindelan no era la mujer más hermosa de las islas canarias, pero nadie podía dudar de su belleza. Su larga y brillante cabellera de color cobrizo no tenía rival allá en su niñez, y mucho menos después, cuando las bellas curvas de mujer se fueron acentuando tiempo después de su llegada a las islas Pródigas. Su padre se estableció en ellas gracias a las rentas recibidas por testamento, y otras después de la guerra por la pérdida de una pierna en la guerra. Una bala de cañón, se llevó de cuajo el pie y parte de la espinilla, dejando medio palmo de pierna por debajo de la rodilla del teniente de Dragones del Ulster.
La madre de Carmen Kindelan era Victoria Soriano, oriunda de Villaviciosa de Tajuña, y allí conoció al Teniente, tras la batalla que allí se libró. El irlandés se enamoró de la alcarreña de inmediato, y a pesar de la amputación de su pierna, la arrebatada señorita se prendó del apuesto oficial irlandés.
Detrás de la precipitada partida de la pareja de la península, se escondía el temor del teniente a que su dulce flor castellana se lo pensara dos veces, antes de emprender tamaña aventura con un hombre de su edad. Sobre todo, con la insistencia de la familia Soriano, que no veía con buenos ojos que una de sus hijas se fuese a casar con un extranjero por muy católico que fuese, y encima con tres lustros de contraste entre ambos enamorados.
Pero al final, el matrimonio se aposentó en el archipiélago canario en busca de fortuna como tantos otros castellanos, gallegos, andaluces, aragoneses y de todos los rincones de la península; pero también flamencos, portugueses, genoveses y hasta ingleses llegan para desarrollar principalmente, la explotación del vino y el dulce y lucrativo comercio del azúcar, gran generador de fortunas e integrador de la economía canaria en los mercados internacionales.
El Teniente Kindelan compró una hermosa venta y su respectiva vivienda en Santa Cruz de Tenerife. Allí, el matrimonio y su hija vivirían sus más hermosos momentos, paseando en las orillas atlánticas con un amplio carro de dos caballos que la propia Victoria Soriano compró a un buen precio.
La pequeña Carmen, siempre cerca de su adorado padre, escuchaba las aventuras y desventuras pasadas por él en los campos de batalla de Europa, y de la bravura de su madre y de cómo le cautivó el mismo día que la conoció.
Siempre andaba el antiguo Teniente dando la murga con su veterano violín, tocando lejanas melodías de su tierra natal, y entonando cancioncillas que alegraban las noches bajo la atenta mirada de las mujeres y el omnipresente Teide, como espectador atento y callado. Las excursiones en la isla, y el magnífico clima de ésta eran la guinda de una época feliz que pasó rápida y fugaz, como suele ocurrir en estos casos.
Gustaba a los vecinos de los Kindelan, vociferar al Teniente en medio de la amplia calle en la que residían, para que se asomara al balcón que sobresalía encima de la entrada de la tienda, y alardeara con su anticuado violín ante los críos del barrio. Éstos se ponían a bailar como locos, con las risas y la complicidad de la hija, que le gustaba más jugar con los chiquillos que con las niñas, y trepar por los riscos siempre que se le presentaba la oportunidad, queriendo emular las batallitas del padre.
En la tienda de los Kindelan, se veía pasar a todo tipo de individuos y personajes de lo más variopinto, llegados de todos los rincones de Europa. Pero también se hacían negocios con la morisma en las islas, y más allá de las costas africanas.
No obstante, si algo quedó grabado en la mente infantil de Carmen Kindelan, fue el impacto que le causó la primera vez que se encontró con un hombre de tez oscura como la noche, pocos días después de su llegada a Santa Cruz. Aunque en la península había oído hablar de ellos, y no siendo extraño que también hubiese visto alguno, a la pequeña Carmen la invadió el pánico cuando el hombre se plantó delante de ella en las penumbras de la trastienda. La inmovilizó de tal manera, que sólo pudo emitir un grito agudo, mientras cerraba los ojos con fuerza, como si de esa forma pudiese evitar que aquel monstruo la devorase, o lo que soliesen hacer aquellos seres del inframundo. Cuando abrió los ojos, su madre ya la tenía en brazos, y la calmaba como veía oportuno intentando tranquilizar a la pequeña, con las risas de su padre de fondo.
Aquel gigante de ébano, no era más que El negro Miguel, un maduro y castigado esclavo del anterior dueño del comercio, que pasó a formar parte de los bienes de los Kindelan cuando se hizo el traspaso de la tienda y los negocios que ello aparejaba. Y Miguel se convirtió en uno más de los miembros de la familia con el tiempo, llegando a ser muy querido por la propia Carmen, pero de momento, la pequeña huía al otro lado de la vivienda si le veía pasar próximo a ella.
Con el tiempo y los juegos como el escondite, la chiquilla transformó al negro Miguel en un amigo más del que ocultarse, y al que perseguir sin ser detectada, o fastidiando al pobre su rutina diaria con travesuras. A decir verdad, al negro Miguel le innovó la vida para mejor infinitamente. Pues los juegos de Carmen y su alborozado e imparable ajetreo, alegraron una penosa existencia de esclavitud y maltratos pasados con su anterior amo.
Y es que, si algo le enseño la veteranía de esclavo, era que pasar lo más sigiloso y desapercibido entre sus dueños, sin llamar para nada la atención era un gran premio de por sí. Normalmente, al menos con su antiguo amo, cada vez que tenía más contacto de lo necesario con él era para acabar sufriendo algún castigo. Fue capturado por algún grupo de esclavistas árabes, siendo un niño de unos nueve años, en lo profundo de esas tierras extrañas y llenas de misterios, donde alguna vez albergó una vida de libertad y rodeado de una familia y unas costumbres que ya jamás volvería a sentir como suyas. Los negros africanos llegaban a las islas después de ser atrapados para utilizarlos como esclavos, sobre todo en las plantaciones de caña de azúcar, o en los servicios domésticos. 
Nadie sabría decir la edad de Miguel, pudiéndose ser de cuarenta o cincuenta años, pues ni él mismo sabría decirla. Pero su estropeado físico y una fea deformidad en su rostro, confundían sobremanera la tarea.


En la casa familiar, un hermoso patio hacía de foco de reunión en las placenteras noches isleñas. En el centro de la platea gobernaba orgullosa una palmera, que servía de columna central para un cenador de blanca lona, que el negro Miguel ponía y quitaba a gusto de su ama, la señora Soriano. Colgando de las vigas que terminaban de formar el cenador, unas botas de vino se dejaban a mano de los menesterosos que allí charlaban, o daban buena cuenta de las surtidas viandas que la familia gustaba disfrutar. Unas alegres enredaderas daban una fresca sombra en los días más calurosos del año, aun cuando los pajarillos intentaban anidar en ellos, cosa que enfurecía al Teniente Kindelan quién amenazaba bastón en mano con dejar sin rastro del vergel sobre sus cabezas, para evitar que anidasen en éstos. Cosa ésta que resultaba cómica, pues ver al curtido teniente luchar con las golondrinas a la pata coja, no era anécdota por la que enorgullecerse en las veladas de veteranos.
La pequeña Carmen vendría a tener por aquel entonces unos nueve años, y sus cobrizas trenzas no andaban quietas nunca, tirando de ellas su padre siempre cariñosamente cuando intentaba éste que su hija obedeciera sin rechistar sus consejos, pues sonaban constantemente a eso más que a órdenes. Y es que la disciplina y educación que recibía Carmen era de todo menos autoritaria, en una época donde el rigor con el que se educaba a los críos era duro y en ocasiones con la rutina del maltrato tanto físico como mental de fondo. Pero los Kindelan tenían un amplio sentido de la libertad y la temeridad, sobre todo a causa de la señora Soriano, que tuvo una infancia de duros castigos y algunos tristes hechos que vivió siendo niña y que la convirtieron en una mujer que no se dejaba doblegar ni siquiera por su amado esposo. Eso sí, altamente religiosa y piadosa de los mandatos de la Santa Madre Iglesia, pero envueltos en una muy particular visión que no poco disgusto la causó en su temprana juventud.
Ronda el verano, y los negocios en la isla van viento en popa, y todo en la casa familiar es alegría y esperanzas por un futuro plagado de expectativas. Un querido amigo sevillano, Don Muñoz, dedicado a la trata de esclavos, contaba fantásticas historias a la familia Kindelan, incluyendo a la pequeña Carmen, acerca de las fabulosas rutas de las caravanas que cruzan el África de un extremo al otro del continente, atravesando oscuros rincones montañosos, en los cuales puedes encontrarte con unos gigantescos y terroríficos monos llamados gorilas, y otros animales fabulosos. Y escondidos tesoros en verdes valles en medio de infranqueables picos nevados, donde ningún blanco puso el pie nunca; y los grandes desiertos africanos, que, como un océano de arena ardiente, uno no alcanza a ver otra cosa más que dicha arena durante jornadas completas. 
Y a través de esas fantásticas rutas caravaneras, los negros llegan procedentes del Senegal y de Níger, ante todo, hasta donde se adentran los comerciantes moros, ya que la trata es un negocio tremendamente importante para ellos desde tiempos inmemoriales, para hacer negocios y riquezas después en los puntos de cambalache. Ya sean árabes o negros esclavistas, pues entre ellos se maltratan y especulan como el que más, los mercaderes intercambian sus productos; esclavos, oro, sal, especias, telas y metalurgia. Partiendo después desde estos puntos hacia el mediterráneo, llamada la ruta de Fez, y monopolizada por los moros hoy en día, o dirigiéndose al Atlántico, que es la que debió seguir el desdichado negro Miguel.
Tras la cena, Don Muñoz queda a solas con el Teniente, encendiéndose las pipas de tabaco con la mecha de chasca, que apoya perenne en un brasero de metal, que el negro Miguel ha traído para la ocasión. La señora Soriano se acaba de retirar para llevar a dormir a la pequeña pelirroja, dejando a solas a los hombres para que charlen de sus cosas.
—La vitalidad esclavista de las rutas desérticas no mengua un ápice — cuenta Don Muñoz entusiasmado —. De Takedda a Tuat, me contaron de una caravana que transportaba en primavera… ¡seiscientas esclavas! Los de Takedda se enorgullecen de sus muchos esclavos y siervos, y que pueden rivalizar con la Berbería.
— ¡Exageran! Seguro que no será tanto —añade el Teniente, aún sin saber demasiado acerca del tema.
—El padre de mi padre, que Dios lo guarde en su seno —continua el sevillano —, estuvo prisionero por los berberiscos durante ocho años, y de esclavo lo utilizaron en Orán, para pasar después precisamente a formar parte de varias caravanas en el desierto. ¡Y es que los irónicos destinos que Dios nos tiene fijados, tienen su guasa! Ja, Ja, Ja.
Con estas risas, casi se ahoga Muñoz al atragantarse con el humo del tabaco.
— ¡Miguel! —Grita el veterano irlandés —. Trae un poco de agua a éste hombre.
Raudo, Miguel tiene intención de verter sobre un vaso agua, de uno de los botijos que se guardan a la fresca. Pero Don Muñoz se adelanta, agarrando el botijo para dar un corto trago desde la distancia de su brazo en alto, sin dejar caer una gota al suelo, para mirar de reojo al instante al Teniente y volver a sonreír, ésta vez con cierta malicia.
—No sea imprudente, que un día de éstos le doy una sorpresa y acabo de un golpe con una bota de vino, y no encuentra usted pista alguna de ello.
Y es que el señor Kindelan, aunque lleva muchos años en tierras de España, no consigue aprender a beber ni con el botijo ni mucho menos con la bota, poniéndose perdido de vino, cuando lo ha intentado valientemente.
—Seguro que si hombre… Ja, Ja, Ja —asevera Don Muñoz, posando su mano con ternura en el hombro del Teniente.
—Le digo aún más, estoy construyendo una bota yo mismo.
— ¿Pero lo dirá en serio? —pregunta incrédulo Don Muñoz.
—No lo dude mi querido amigo. Venga acompáñeme —Y dejando el patio atrás, los caballeros entran a la trastienda con la luz de las candelas que encienden en la puerta.
Sacos de tamaños diversos escalonados a un lado, y estanterías con grandes libretos y archivos al otro, forman un pasillo artificial hasta el lado más amplio del almacén.
Allí, sobre una cruceta se halla bien estirado el cuero de cabra de la futura bota. Éste cuero, aunque más difícil de usar que otras pieles, aumenta la vida de la bota por su flexibilidad. Después de seleccionar y retirar la piel, se limpia y curte con tanino.  
— ¡Por las barbas del Morito! que buen trabajo —La sorpresa y el rostro de admiración del negociante de esclavos animan a Don Muñoz.
— ¿Qué me aconseja para impermeabilizar, brea de enebro o de pino? — pregunta, muy orgulloso el Teniente, con la mirada de Muñoz fija en el cuero, todavía sorprendido.
— ¿Eh…? Yo diría que enebro, pero a decir verdad no se lo puedo asegurar —indica honesto.
—Creo que para coser la bota dejaré la tarea al artesano. No la vaya a estropear a última hora con artes indebidas —le informa amigable el Teniente.
Don Muñoz partió para la península dos días después. El sevillano marchó sin saber bien cuando sería su regreso, no sin antes regalar al teniente con la complicidad de su querida niña pelirroja, una hermosa cajita para licores de cerámica con una filigrana de marfil adosada, de un elefante elevando sus patas delanteras en equilibrio.
Por esas fechas, el negocio del azúcar bajó en las islas, y muchos se llevaron un terrible golpe financiero por la bajada de ventas. No obstante, la producción de vino creció exponencialmente y amparó la economía de la familia, y hasta la elevaría años después. Fue en Tenerife donde se localizó fundamentalmente este vaivén mercantil, lo que hizo de la isla el centro económico del Archipiélago Canario.