1.723
En algún lugar no muy alejado de la costa atlántica, entre La Florida
española y Carolina del Sur, se oye a través de la espesura el ladrido de unos
perros. Mientras corre, el muchacho siente pánico al recordar la terrible
figura canina sobre el cuerpo desfigurado del que fuera su compañero en la
huida. No frena su incesante ritmo, mientras luciérnagas de algodón saltan a su
paso. El ladrido se multiplica, y varios aullidos se aúnan con un disparo en la
lejanía procedente del norte. Su corazón marca los latidos, como un reloj que suena en su pecho
presagiando una cuenta atrás. No puede quitar de sus retinas las fauces del can haciendo presa en la
axila de su camarada en medio de aquellos gritos desgarradores. Aquel pobre hombre
era de frágil complexión para aguantar la interminable persecución. Arrinconado
en un vado por las bestias, los huesos se quebraron ante las quijadas de las
fieras. Perros enormes y montaraces, pertenecientes a la vieja estirpe de los
Alanos Españoles. Terror de los nativos desde los tiempos del descubrimiento y
conquista del nuevo mundo. Mestizos de mastines y dogos, con las orejas
cortadas para evitar heridas en las luchas y de ojos inyectados en sangre,
ambarinos y rojizos.
¡No puede más! El aliento le asfixia el pecho, las entumecidas piernas
le pesan como nunca hubiese pensado que fuese posible. “Vamos negro… corre, corre”
se dice entre jadeos. A su pesar, piensa que mejor así. De no ser por desviar
su atención, aquellas feroces dentelladas le habrían abierto a él las entrañas
y serían suyas las vísceras desparramadas por la fértil tierra. Se detiene a
recuperar el aliento. Una serpiente le impresiona mirándole a los ojos desde la
rama de un árbol, observando la jadeante cadencia de su torso inhalando y
exhalando el aire necesario para poder continuar corriendo… y sólo una meta…
¡La Florida española!
Empieza a faltar el aire en los pulmones. El jadeo amortigua los
sonidos del espesor que le rodea. Con la boca reseca y la piel arañada al entrar en la más frondosa
naturaleza, echa una mirada atrás. Las manos en las rodillas, coge aliento doblado y se concentra en
inspirar y expirar por las narices. La boca reseca… y el ladrido de los perros
más próximos. De nuevo corre. El aire que entra en sus pulmones parece quemarle las
costillas. El sonido de sus propios latidos le tapona los tímpanos. En la locura de la carrera pierde la orientación y siente que se marea.
“Los perros se acercan…corre Negro” La vegetación y su vista nublada le
traicionan, cayendo por una quebrada, hasta dar de bruces en las agitadas aguas
de un rio ¡Zas! Los fríos remolinos le paralizan cuando entra en contacto con
ellos. Su cuerpo se hunde hasta golpearse con una piedra del fondo, que le hace
perder el sentido.
♣
El muchacho se ve sorprendido cuando abre los ojos, confuso y aturdido.
Una mujer le inspecciona los genitales cuchillo en mano. Un grito de terror
acompaña el salto hacia atrás, al tiempo que descubre a un viejo indio que le
posa su mano sobre el hombro, con un gesto de amistad. El calor de su
respiración le advierte de la fiebre, y la imagen de la joven india se
desvanece de nuevo entre brumas.
No sabe el tiempo transcurrido. Abre los ojos despacio, y con gran
esfuerzo, se tapa la vista con una de sus manos para evitar la luz que deja
pasar una figura humana, que se encuentra delante de él. Lo primero que piensa es que está hambriento.
El vacío de su estómago aprieta, y se encarama por la tráquea hasta toparse con
su seca boca y los labios cuarteados. Estira sus facciones y se restriega las
manos por la cara a modo de despertar.
—Agua… —indica la figura con voz anciana, acercándole un cuenco de
agua.
—Gracias —Bebe ansioso hasta vaciar el cuenco sin quitar ojo de
cualquier movimiento entre las sombras.
Entonces, se detiene a dudar… ¿dónde está y con quién?
La mujer, una vieja india semínola con el rostro arrugado con amplios
pliegues de su piel, no deja de sonreír al muchacho.
En el suelo, la paja amortigua el contacto con las tablas de madera que
conforman la superficie.
La mujer recoge el cuenco de su mano. Un fuerte dolor al mover el torso
le hace gemir y llevarse la mano al muslo. Aparta un manto de piel de ciervo y
descubre una herida taponada con algún tipo de ungüento blancuzco sobre ella.
— ¿Tienes hambre? —una voz femenina más vivaz le sorprende a su
espalda.
Él asiente, y padece algo parecido a la timidez por no haberse
percatado antes de su presencia. Cuando ella sale apartando el manto de piel
que sirve de portón, se vuelve a él enseñando un lozano rostro, pero con una
melancólica mirada en sus rasgados ojos negros.
—Tú, ¿gusta…? —señala la anciana, indicando a la muchacha — ¿gusta?
El muchacho no sabe bien a que se refiere la mujer. Tampoco entiende
correctamente el barullo de idiomas con el que le hablan, una mezcla de inglés
y español.
—Hombres muertos — Aquello sí lo entiende.
Haciendo un esfuerzo, se levanta, y se tapa con la piel para salir
despacio y observar. Puede ver cuatro cabañas de madera de palmera
desperdigadas sin mucho orden, y varias mujeres ancianas trabajando en una
especie de gran mortero situado en medio de ellas, machacando maíz dentro de
él. Unos chiquillos juegan con un pequeño cocodrilo muerto, cogiéndole de la
cola y dándole tumbos y golpes con palos en medio de gritos y risas.
Una punzada le dobla las rodillas, y un reguero de sangre le llega a
los tobillos. Mira su herida y ve que se ha abierto. La joven muchacha aparece
con una humeante tortuga. Corriendo, la apoya en el suelo y le ayuda a volver a
la cabaña, pasando sus manos por la cintura de éste. Un fuerte aroma
proveniente del oscuro cabello de la india penetra en las fosas nasales del
huido. La sangre pareciese acelerar su caminar a través de sus venas. Aún con
el dolor pesándole, piensa en perpetuar el instante.
Ya dentro, se tumba
y ella abre la herida con un
cuchillo, introduciendo en su interior más ungüento pastoso en la brecha
de la piel. Él se roe los labios y aguanta. Se retumba hacia atrás y se tapa el
rostro, mordiendo la manta de piel.
Momentos después, ella regresa con la tortuga aún caliente. La
apetitosa carne del animal reconforta al muchacho. Ella le insiste en que se la
termine y él obedece. Su mirada, directa sobre los oscuros ojos del esclavo
evadido, impacienta al hombre a quién sus amos le impusieron como nombre Bob.
Aparta su mirada, y se intenta centrar en la carne de la tortuga, pero ella no
cesa en su mirar inquisitivo. Termina rebañando cada rincón de la dura coraza
del animal con una carcajada de la semínola.
♣
Pasan los días, y el joven se recupera muy bien de la fea herida. La
semínola se llama Minié, y tiene hipnotizado al esclavo. Todas las mañanas,
ella le cura y limpia, le da de comer y beber, le arropa y le cuida. Es una
experiencia nueva para él. No sabe
quiénes son aquellas mujeres, ni dónde están los hombres. “Hombres muertos”,
masculla la anciana cuando se cruza con ella. Lo cierto es que no le interesa
saberlo, o eso se dice mientras observa el delgado cuerpo de la india, con un
hormigueo en su abdomen que se transmite a la entrepierna.
Una noche como las demás, Minié duerme en la diminuta cabaña junto a la
anciana y el que fuera esclavo en Carolina. Antes del amanecer, despacio, muy
despacio, la muchacha se acerca a él, apartando la piel que cubre el cuerpo del
fugitivo. Se quita las ropas y se sienta encima del inexperto varón, con
cuidado de no dañarle la recién cicatrizada herida. El muchacho despierta
excitado y nervioso, mira a la anciana y se encuentra con sus ojos clavados en
ellos. Minié nota como crece el miembro del hombre bajo ella. Con su mano
derecha lo apresa y lo introduce despacio en la humedad de su interior. El
calor más dulce e intenso eriza la piel del hombre.
Inmerso en la vorágine, accidentalmente encuentra los grandes ojos de
la anciana observándoles desde la penumbra, mirando sin ningún rubor. Pero
cuando entra en ella… ¡nada más!
♣
Perdido en aquel desconocido terreno, apartado de todos los lugares de
la tierra, los días se convierten en semanas y éstas en meses. Un escaso, pero
suficiente cultivo cercano a las cabañas, el agua del rio y la abundante pesca,
cubren las necesidades del idílico sueño. Mediante gestos y paciencia, entiende
y se hace entender lo suficiente. La semínola no se separa de él, salvo para
las tareas que le encomiendan, como la recolección de frutos o la pesca.
Con un pequeño fuego, casi imperceptible, las ancianas generan ascuas
que mantienen el calor de las tiendas en las frías y húmedas noches de las
tierras pantanosas. Los sonidos casi guturales, que surgen de las cuerdas
vocales de las decanas la tribu, se repiten una y otra noche tratándose de un
ritual cargado de secretismo para el huido. Solo es capaz de escudriñar o
intentar adivinar que historias o lamentos se esconden tras aquellas extrañas palabras,
sin ningún sentido para él. Pero le llenan de magia y misterio el ánimo. Su
alma se deja arrastrar por la dulce voz de su joven compañera, apartando el
velo de las intrincadas leyendas y traduciéndole, para que el puzle encaje en
su mente.
Los hombres de la tribu perteneciente a los Semínola, que antaño formó
parte del clan del viento, fueron muertos en una batalla contra los terribles
indios creek, meses antes de encontrar al fugitivo medio ahogado en la orilla
del rio.
Al sur, Florida y los españoles con la recompensa de la libertad para
los huidos de las colonias británicas. Al este, los pantanos y más allá el
océano. Al oeste, las guerreras tribus Creek armadas por los ingleses, traen
sus tambores de guerra contra todo aquello que muestre signos de debilidad. Al
norte de las cabañas, los anglos de Carolina y su recuerdo aterrorizan al
prófugo. Los ojos del muchacho miran con pavor los rojos incandescentes que
recobran vida en las ascuas, gruñendo cual garganta del dragón de la noche. Se
estremece ante los recuerdos y el miedo.
Las manos de Minié le aprietan con nervio, cómo si ésta sintiese la
necesidad de transmitirle su fuerza de voluntad. Una extraña y nueva sensación
de tranquilidad y sosiego se apoderan de él, gracias a su compañía.
El ajetreo del viento sobre las copas de los árboles pareciese ahora un
lejano susurro. Un placentero nudo en el estómago, y la acuciante necesidad de
tomarla, se topan con las ganas de retener aquel instante. El rostro de la
india brilla en la oscuridad cual luna llena, adornada por los luceros que le
miran como si nada más hubiese sobre la faz de la tierra.
Por primera vez en su vida, conoce el sentimiento del amor.
♣
El muchacho está pescando sobre una canoa de percha, en un serpenteante
río cercano al diminuto poblado. La espesa vegetación, rodea y abriga las
esmeraldas y estrechas aguas, como si la naturaleza pretendiera esconder con
las copas del gran vergel el devenir y el curso del río. El sonido de las aves
revoloteando entre los árboles se funde con el viento, que, a ráfagas
imprecisas, sacude los extremos de las ramas que se apoyan contra las aguas,
chapoteando cual niños sobre ellas.
En aquella zona del torrente los peces se vuelven lentos, y al joven le
cuesta menos esfuerzo conseguir el sustento del día. El Sol golpea la espalda
del muchacho con fuerza. Se refresca el rostro y el cuello, descansando un
instante. La sensación del agua enfriando su espalda le relaja. Inspira largo y
tendido. El bosque parece callar. Entonces algo le dice que no debería estar
allí ese silencio… ¡Que el bosque nunca calla, salvo al contener la
respiración!
Cuando oye los ladridos de los perros, los primeros segundos son confusos
y cree que son un extraño recuerdo. La expiración se alarga en el tiempo con el
sonido del disparo. El sudor de su cuerpo se congela. Tras el escalofrío, se
lanza al agua nadando hasta la orilla, y corre hacia las cabañas. Conforme se
va aproximando a éstas, el pulso y el miedo se van adueñando de él. Los truenos
resuenan. Las armas de fuego escupen su violento mensaje en medio del tupido
bosque de noble madera.
Unos chillidos de mujer le hacen detenerse por un instante, y escuchar
atento de dónde procede.
“¿Es Minié?”, piensa que no. ¡No quiere que sean los de ella!
Más gritos, y el ladrido de los canes. ¡No puede creerse lo que oye!
Los nervios le atenazan y las arcadas afloran. Esas malditas fieras.
Vuelve a correr en dirección a las cabañas. Algo ocurre. Se detiene y queda
inmóvil. Oye un bramido, pero se da cuenta que es su propia voz la que escupe
maldiciones.
Resopla y agarra una piedra del suelo. Se encamina mordiéndose los
labios, dispuesto a morir matando. Quiere oler de nuevo la piel de Minié,
acariciar su largo cabello y sentirse dentro de ella. Aprieta con fuerza la
piedra… ¡una mano le toca el tobillo! Con el corazón en un puño, y levantando
la piedra con fiereza dispuesto a machacar lo que allí le esté agarrando, ve
entre las grandes hojas del suelo a Minié tirando de él hacia abajo.
— ¡Calla! —le insta llevándose la mano a la boca.
Yendo ella por delante a toda prisa, y con los ladridos sonando
nuevamente procedentes del norte como una tormenta que se acerca, los jóvenes
no paran de correr durante horas en silencio, imbuidos por el miedo y la única
tarea de sobrevivir.
Otra vez, sólo queda correr. Consiguen alejarse de los colonos ingleses
y de los aullidos de los sabuesos que se pierden en lontananza. Un hilo de humo
grisáceo aparece sobre el cielo, indicando el lugar de la matanza. Los ojos de
Minié se mantienen estoicos. Él la mira de soslayo sin decir palabra,
imaginando el cruel final de la pequeña tribu semínola, que fue su familia
durante aquellos extraordinarios meses.
El silencio y la pena protagonizan la larga marcha de la pareja.
Al cabo de dos días llegan a un claro, donde unos cultivos de maíz y
zanahorias crecen robustos. Esperan a que la noche oscura les mimetice, y se
atiborran de los vegetales sin ser conscientes del mal que les acecha a escasos
metros.
Están siendo vigilados.
♣
En la región de los Apalaches, un gran grupo de esclavos se levantó muy
violentamente de las rancherías mineras, causando un terrible perjuicio en la
zona y su comercio.
En los altos de una ciénaga con difícil entrada, los negros escapados
llamados cimarrones, construyeron palenques y trampas donde los hombres de
Quesada cayeron como hormigas. Matías Quesada era el jefe de aquel contingente
y ahora, con su menguado grupo de cinco españoles, varios indios de la tribu
Pueblo y trece negros libertos, persigue hasta dar caza a cualquier bicho
viviente que pueda esclavizar y vender.
Matías es una mala bestia. Las autoridades españolas le recriminaron
sus primeras acciones, por el brutal escarmiento que gustaba dar a los
desgraciados que caían en su red. Con el paso de los años, se transformó en un
perseguido más de la corona hispánica, al no acatar ninguna de las leyes que
llegaban desde la península. Con un pequeño ejército de los más fieros y
salvajes indios y negros de la Nueva España, persigue a todo aquel hombre,
mujer o niño, que se pone a tiro para venderlo en los mercados esclavistas
ingleses, holandeses e indios, sin importarle lo más mínimo su religión, raza o
nación.
Quedan bajo su tutela dos mujeres y cuatro hombres. En realidad, son ya
un despojo humano, envolturas de piel que alguna vez guardaron vida en su
interior. Llevan días sin comer ni beber, y sufriendo las vejaciones que le
place a Quesada y a sus hombres. Guardan un día de descanso cerca de un claro
donde unos cultivos naturales crecen a su vera, y el agua fresca del rio les
humedece los gaznates. Y allí es donde uno de los compinches de Quesada, un
indio Pueblo, localiza a la pareja que huye de la frontera colonial británica.
Minié acaricia los doloridos pies de su compañero, calmando algunos
cortes y heridas causadas en la alocada carrera hacia las cabañas. Las manos de
la mujer le apaciguan. Minié se acerca al cauce del arroyo para mojar una tela,
y así, enfriar la circulación y el calor que desprenden los pies del hombre. El
sol se esconde ya tras una de las colinas del horizonte, dejando asomar con
levedad, la primera de las estrellas del firmamento.
Poco pueden hacer cuando se ven sorprendidos y rodeados por los fusiles
de los hombres de Quesada. Los amantes enmudecen de terror.
Un estremecimiento terrible paraliza la respiración del joven. Minié le
observa queriendo parar el tiempo, intuyendo que será el último de los
instantes con él. Nada puede hacer el muchacho fugitivo, al ver como uno de
aquellos malditos, de baja estatura y corpulencia, arrastra a Minié por los
pelos sin mediar palabra.
— ¡Arriba negro! —Un golpe en el estómago y un grito le despiertan del
letargo.
— ¿De dónde salís desgraciados?
Con una gruesa soga al cuello, y las manos atadas por detrás de la
cintura con la misma cuerda que rodea su pescuezo, le hacen avanzar a través de
la espesura por delante de su amada semínola. El improvisado campamento de los
cazadores de hombres apesta a alcohol, y al extraño olor que desprenden los
penosos seres humanos, atados y apiñados alrededor de un gran sauce.
La noche gobierna ya los cielos. Minié puede ver a diez metros a su
querido Bob, junto al resto de los esclavos, observándola con intensidad y
lágrimas en los ojos. Ella le mira con ternura, a la vez que nota sobre su
cuerpo las sádicas miradas de los hombres de Quesada, mientras acaban su cena
bañada en ron. ¡Sabe bien lo que va a suceder!, y lo que más la atormenta de
todo, es que él será testigo. Se pregunta cómo es posible que tanta inocencia y
ternura se escondan en un hombre que ha sufrido tantísimo. Entonces recuerda a
su padre y hermanos. Su niñez lejana, y los escasos momentos donde el silencio
y no los tambores de guerra, sonasen al compás de la memoria.
El primero de ellos se levanta en dirección a ella. La agarra del
brazo. Minié no protesta ni hace intención alguna de luchar. Debe sobrevivir.
Sobrevivir cueste lo que cueste. Pero Bob no opina igual, que, con gritos e
insultos, intenta en vano zafarse de las ataduras. La rabia y desolación del
joven se confunde con los bárbaros gritos y los gemidos que pululan en la
triste noche.
Uno de los indios se acerca al prisionero y le aporrea en la sien oscureciendo
la escena y dejándolo seminconsciente en el suelo, pero lo suficientemente
despierto para ser testigo de la espantosa escena.
Minié no grita. Aguanta algunos golpes que por placer y sin sentido la
ocasionan y después, hace lo único que puede. El primero será Quesada, que
aparta al corpulento barbudo que tenía esa intención. Escupiendo sobre su mano,
se lleva ésta al sexo de Minié y la penetra. Soporta las embestidas de Matías
apretando los dientes y con la mente puesta en el cuerpo de su hombre, que yace
casi inerte en el suelo. Ella aguanta, pero con la sospecha de no ser
suficientemente fuerte... Y que la noche se la llevará para no volver.
¡Un disparo en la oscuridad interrumpe la abominable estampa!
Ahora todo es confusión en la borrosa visión del muchacho. Intenta
elevarse del suelo, pero no puede por el golpe en la sien. Un fino reguero de
sangre baja hasta la comisura de sus labios. Minié se arrastra hasta él, y se
cogen de la mano para después abrazarse. Los dos se duelen y se creen muertos
en cuestión de minutos. Los disparos no cesan. El esclavo evadido, piensa que
la humareda de pólvora son las puertas del más allá, que se abren para
llevárselos.
El cuerpo de uno de los negros de Quesada cae sobre ellos con un
disparo en el pecho, enseñando las costillas abiertas. De igual manera perecen
la mitad de los negreros, huyendo otros a través de la espesura de la
floresta.
— ¿Un espectro…? —se pregunta Bob, susurrando al ver la extraña figura
que se planta delante de Quesada.
El hombre sujeto del cuello a Quesada con una mano, y le abofetea con
la otra. Matías no lleva pantalones ni nada que cubra su sexo. El hombre
uniformado hace un gesto para que sus hombres ayuden a la pareja y al resto de
esclavos. Bob piensa entonces que debe estar muerto por la visión que ante sus
ojos se plasma como un espejismo. Todos los hombres que les acaban de rescatar,
tienen el mismo color de piel que él… ¡Negros con uniformes y fusiles! ¿Pero… cómo es posible? ¡El hombre que les
comanda también es negro!
—Hace años te advertí que, si te volvía a ver, te mataría —dice
amenazador el hombre, agarrando del cuello a Quesada. En sus ojos, un brillo de
odio y asco advierte a Quesada lo que le espera.
—Asqueroso negro desgraciado… —Quesada escupe sobre el rostro del
Capitán de la milicia.
Quesada no puede terminar sus insultos. Apretando con fuerza su cuello,
el hombre estrangula a Matías con gesto enloquecido. El feroz jefe de los
cazadores de hombres dobla las rodillas, mientras sujeta las muñecas del
Capitán intentándose librar.
— ¡Menéndez! — uno de los milicianos recrimina al Capitán.
Como si un resorte le hubiese dado aún más vigor, el capitán aprieta
salvajemente mientras se muerde la lengua. El miliciano intenta apartar
entonces a Menéndez.
— ¡Pare por dios! Llevémosle a San Agustín.
Pero el resto de compañeros le quitan de en medio, para que el Capitán
termine con lo empezado.
—Calla… ¿Acaso no recuerdas sus perrerías? —observa con placer la
sentencia otro hombre.
—Aquí queda todo, ¡ostias! —celebra uno de los milicianos, escupiendo
sobre el suelo —. Muerto no podrá hacer más daño el hijo de puta…
Los últimos estertores de Quesada liberan a Menéndez de una venganza
buscada desde muchos años atrás.
Los soldados pasan a cuchillo a todos los hombres de Matías. Un pacto
de silencio se cobija en los filos de las bayonetas que se hunden en los reos.
Como si un acto de encarnizada furia divina se estuviese llevando a cabo, la
matanza se asemeja a un sacrificio al dios de la venganza. En realidad, cada
uno de aquellos hombres uniformados, está limpiando sus propios recuerdos de
espectros remotos.
Bob agacha la cabeza, temeroso del estandarte de los castillos y leones
que ondea en la vanguardia de la milicia, junto a la gran cruz de San Andrés,
bandera del imperio. El capitán Francisco Menéndez y su milicia de hombres
libres van en dirección a la ciudad de San Agustín. Con ellos viajan varios
negros escapados de la región de la Carolina británica, y ahora también Minié y
Bob.
Por el camino, sufren el ataque esporádico de un grupo de cherokees con
la única intención del robo de armas y cualquier otra cosa que les pueda venir
bien.
La experiencia de Menéndez, y la entrenada milicia acaban con las
repetidas incursiones de los cherokees, dándose por rendidos y volviendo a la
costa en busca de sus adeptos británicos.
Cuando los azabaches muros del castillo de San Marcos aparecen pegados
al mar, los jóvenes no pueden más que asombrarse de tal magnífica obra de
ingeniería. Sus cañones apuntan en todas direcciones desafiantes, y con sus
ánimas orgullosas, defensora de la ciudad de San Agustín de La Florida.
Antes de llegar, los portones de la ciudad se abren para dejar pasar a
sus huéspedes al interior. La población también cuenta con murallas, pero no de
la magnitud de la fortaleza.
En un carro abierto sin lonas, sentados con varios heridos, el muchacho
no suelta la mano de Minié observando su entereza y resucitando la violación al
cerrar los ojos. “¿Cómo puede estar ahí, como si nada hubiese sucedido?” se
pregunta, acariciando la melena negra de ésta. Entonces comprende y percibe la
dureza de aquella mujer. Dura y pragmática, superviviente de todo un pueblo
exterminado, la semínola borra de su mente todo aquello que no la reporta
ningún beneficio. Profundas lágrimas brotan del muchacho mientras aprieta con
más fuerza la mano de la mujer, dudando de sí mismo.
♣
La corona española ofrece la libertad a los esclavos huidos de las
duras condiciones de las colonias británicas, con la única condición de
convertirse al catolicismo y jurar lealtad al rey de España. Un mes después de
la llegada a San Agustín de la extravagante pareja, en la nueva iglesia de la
ciudad, el párroco sostiene una hermosa concha en su mano, dispuesto para la
ceremonia del bautismo. Delante de Minié pasa el que fuese conocido por el
negro Bob allá en el norte. Éste inclina su cuello mientras se pone de
rodillas. El cura vierte el agua bendita en la coronilla del joven.
Con una amplia sonrisa y un beso en la frente, el sacerdote les otorga
un nombre cristiano.
—Lorenzo.
Las manos de los recién bautizados al cristianismo se tocan mientras el
agua cae por el rostro de la india semínola.
—Ana.
Junto a ellos, dos negros y siete indios más son bautizados. Tras la
ceremonia religiosa, juran lealtad al rey de España y pasan a formar parte de
los súbditos de éste. A continuación, la pareja vuelve a la iglesia para
casarse bajo la atenta mirada de su desconocido Dios. Una vida nueva por
completo les aguarda. Un destino incierto y misterioso, en un mundo
rotundamente diferente del que proceden.