miércoles, 27 de noviembre de 2222

Episodio 1º La Florida 1.723

1.723


En algún lugar no muy alejado de la costa atlántica, entre La Florida española y Carolina del Sur, se oye a través de la espesura el ladrido de unos perros. Mientras corre, el muchacho siente pánico al recordar la terrible figura canina sobre el cuerpo desfigurado del que fuera su compañero en la huida. No frena su incesante ritmo, mientras luciérnagas de algodón saltan a su paso. El ladrido se multiplica, y varios aullidos se aúnan con un disparo en la lejanía procedente del norte. Su corazón marca los latidos, como un reloj que suena en su pecho presagiando una cuenta atrás. No puede quitar de sus retinas las fauces del can haciendo presa en la axila de su camarada en medio de aquellos gritos desgarradores. Aquel pobre hombre era de frágil complexión para aguantar la interminable persecución. Arrinconado en un vado por las bestias, los huesos se quebraron ante las quijadas de las fieras. Perros enormes y montaraces, pertenecientes a la vieja estirpe de los Alanos Españoles. Terror de los nativos desde los tiempos del descubrimiento y conquista del nuevo mundo. Mestizos de mastines y dogos, con las orejas cortadas para evitar heridas en las luchas y de ojos inyectados en sangre, ambarinos y rojizos.
¡No puede más! El aliento le asfixia el pecho, las entumecidas piernas le pesan como nunca hubiese pensado que fuese posible. “Vamos negro… corre, corre” se dice entre jadeos. A su pesar, piensa que mejor así. De no ser por desviar su atención, aquellas feroces dentelladas le habrían abierto a él las entrañas y serían suyas las vísceras desparramadas por la fértil tierra. Se detiene a recuperar el aliento. Una serpiente le impresiona mirándole a los ojos desde la rama de un árbol, observando la jadeante cadencia de su torso inhalando y exhalando el aire necesario para poder continuar corriendo… y sólo una meta… ¡La Florida española!
Empieza a faltar el aire en los pulmones. El jadeo amortigua los sonidos del espesor que le rodea. Con la boca reseca y la piel arañada al entrar en la más frondosa naturaleza, echa una mirada atrás. Las manos en las rodillas, coge aliento doblado y se concentra en inspirar y expirar por las narices. La boca reseca… y el ladrido de los perros más próximos. De nuevo corre. El aire que entra en sus pulmones parece quemarle las costillas. El sonido de sus propios latidos le tapona los tímpanos. En la locura de la carrera pierde la orientación y siente que se marea. “Los perros se acercan…corre Negro” La vegetación y su vista nublada le traicionan, cayendo por una quebrada, hasta dar de bruces en las agitadas aguas de un rio ¡Zas! Los fríos remolinos le paralizan cuando entra en contacto con ellos. Su cuerpo se hunde hasta golpearse con una piedra del fondo, que le hace perder el sentido.


El muchacho se ve sorprendido cuando abre los ojos, confuso y aturdido. Una mujer le inspecciona los genitales cuchillo en mano. Un grito de terror acompaña el salto hacia atrás, al tiempo que descubre a un viejo indio que le posa su mano sobre el hombro, con un gesto de amistad. El calor de su respiración le advierte de la fiebre, y la imagen de la joven india se desvanece de nuevo entre brumas.
No sabe el tiempo transcurrido. Abre los ojos despacio, y con gran esfuerzo, se tapa la vista con una de sus manos para evitar la luz que deja pasar una figura humana, que se encuentra delante de él.  Lo primero que piensa es que está hambriento. El vacío de su estómago aprieta, y se encarama por la tráquea hasta toparse con su seca boca y los labios cuarteados. Estira sus facciones y se restriega las manos por la cara a modo de despertar.
—Agua… —indica la figura con voz anciana, acercándole un cuenco de agua.
—Gracias —Bebe ansioso hasta vaciar el cuenco sin quitar ojo de cualquier movimiento entre las sombras.
Entonces, se detiene a dudar… ¿dónde está y con quién?
La mujer, una vieja india semínola con el rostro arrugado con amplios pliegues de su piel, no deja de sonreír al muchacho.
En el suelo, la paja amortigua el contacto con las tablas de madera que conforman la superficie.
La mujer recoge el cuenco de su mano. Un fuerte dolor al mover el torso le hace gemir y llevarse la mano al muslo. Aparta un manto de piel de ciervo y descubre una herida taponada con algún tipo de ungüento blancuzco sobre ella.
— ¿Tienes hambre? —una voz femenina más vivaz le sorprende a su espalda.
Él asiente, y padece algo parecido a la timidez por no haberse percatado antes de su presencia. Cuando ella sale apartando el manto de piel que sirve de portón, se vuelve a él enseñando un lozano rostro, pero con una melancólica mirada en sus rasgados ojos negros.
—Tú, ¿gusta…? —señala la anciana, indicando a la muchacha — ¿gusta?
El muchacho no sabe bien a que se refiere la mujer. Tampoco entiende correctamente el barullo de idiomas con el que le hablan, una mezcla de inglés y español.
—Hombres muertos — Aquello sí lo entiende.
Haciendo un esfuerzo, se levanta, y se tapa con la piel para salir despacio y observar. Puede ver cuatro cabañas de madera de palmera desperdigadas sin mucho orden, y varias mujeres ancianas trabajando en una especie de gran mortero situado en medio de ellas, machacando maíz dentro de él. Unos chiquillos juegan con un pequeño cocodrilo muerto, cogiéndole de la cola y dándole tumbos y golpes con palos en medio de gritos y risas.
Una punzada le dobla las rodillas, y un reguero de sangre le llega a los tobillos. Mira su herida y ve que se ha abierto. La joven muchacha aparece con una humeante tortuga. Corriendo, la apoya en el suelo y le ayuda a volver a la cabaña, pasando sus manos por la cintura de éste. Un fuerte aroma proveniente del oscuro cabello de la india penetra en las fosas nasales del huido. La sangre pareciese acelerar su caminar a través de sus venas. Aún con el dolor pesándole, piensa en perpetuar el instante.
Ya   dentro, se   tumba   y   ella abre   la herida con   un   cuchillo, introduciendo en su interior más ungüento pastoso en la brecha de la piel. Él se roe los labios y aguanta. Se retumba hacia atrás y se tapa el rostro, mordiendo la manta de piel.
Momentos después, ella regresa con la tortuga aún caliente. La apetitosa carne del animal reconforta al muchacho. Ella le insiste en que se la termine y él obedece. Su mirada, directa sobre los oscuros ojos del esclavo evadido, impacienta al hombre a quién sus amos le impusieron como nombre Bob. Aparta su mirada, y se intenta centrar en la carne de la tortuga, pero ella no cesa en su mirar inquisitivo. Termina rebañando cada rincón de la dura coraza del animal con una carcajada de la semínola.


Pasan los días, y el joven se recupera muy bien de la fea herida. La semínola se llama Minié, y tiene hipnotizado al esclavo. Todas las mañanas, ella le cura y limpia, le da de comer y beber, le arropa y le cuida. Es una experiencia nueva para él.  No sabe quiénes son aquellas mujeres, ni dónde están los hombres. “Hombres muertos”, masculla la anciana cuando se cruza con ella. Lo cierto es que no le interesa saberlo, o eso se dice mientras observa el delgado cuerpo de la india, con un hormigueo en su abdomen que se transmite a la entrepierna.
Una noche como las demás, Minié duerme en la diminuta cabaña junto a la anciana y el que fuera esclavo en Carolina. Antes del amanecer, despacio, muy despacio, la muchacha se acerca a él, apartando la piel que cubre el cuerpo del fugitivo. Se quita las ropas y se sienta encima del inexperto varón, con cuidado de no dañarle la recién cicatrizada herida. El muchacho despierta excitado y nervioso, mira a la anciana y se encuentra con sus ojos clavados en ellos. Minié nota como crece el miembro del hombre bajo ella. Con su mano derecha lo apresa y lo introduce despacio en la humedad de su interior. El calor más dulce e intenso eriza la piel del hombre.
Inmerso en la vorágine, accidentalmente encuentra los grandes ojos de la anciana observándoles desde la penumbra, mirando sin ningún rubor. Pero cuando entra en ella… ¡nada más!


Perdido en aquel desconocido terreno, apartado de todos los lugares de la tierra, los días se convierten en semanas y éstas en meses. Un escaso, pero suficiente cultivo cercano a las cabañas, el agua del rio y la abundante pesca, cubren las necesidades del idílico sueño. Mediante gestos y paciencia, entiende y se hace entender lo suficiente. La semínola no se separa de él, salvo para las tareas que le encomiendan, como la recolección de frutos o la pesca.
Con un pequeño fuego, casi imperceptible, las ancianas generan ascuas que mantienen el calor de las tiendas en las frías y húmedas noches de las tierras pantanosas. Los sonidos casi guturales, que surgen de las cuerdas vocales de las decanas la tribu, se repiten una y otra noche tratándose de un ritual cargado de secretismo para el huido. Solo es capaz de escudriñar o intentar adivinar que historias o lamentos se esconden tras aquellas extrañas palabras, sin ningún sentido para él. Pero le llenan de magia y misterio el ánimo. Su alma se deja arrastrar por la dulce voz de su joven compañera, apartando el velo de las intrincadas leyendas y traduciéndole, para que el puzle encaje en su mente.
Los hombres de la tribu perteneciente a los Semínola, que antaño formó parte del clan del viento, fueron muertos en una batalla contra los terribles indios creek, meses antes de encontrar al fugitivo medio ahogado en la orilla del rio.
Al sur, Florida y los españoles con la recompensa de la libertad para los huidos de las colonias británicas. Al este, los pantanos y más allá el océano. Al oeste, las guerreras tribus Creek armadas por los ingleses, traen sus tambores de guerra contra todo aquello que muestre signos de debilidad. Al norte de las cabañas, los anglos de Carolina y su recuerdo aterrorizan al prófugo. Los ojos del muchacho miran con pavor los rojos incandescentes que recobran vida en las ascuas, gruñendo cual garganta del dragón de la noche. Se estremece ante los recuerdos y el miedo.
Las manos de Minié le aprietan con nervio, cómo si ésta sintiese la necesidad de transmitirle su fuerza de voluntad. Una extraña y nueva sensación de tranquilidad y sosiego se apoderan de él, gracias a su compañía.
El ajetreo del viento sobre las copas de los árboles pareciese ahora un lejano susurro. Un placentero nudo en el estómago, y la acuciante necesidad de tomarla, se topan con las ganas de retener aquel instante. El rostro de la india brilla en la oscuridad cual luna llena, adornada por los luceros que le miran como si nada más hubiese sobre la faz de la tierra.
Por primera vez en su vida, conoce el sentimiento del amor.

El muchacho está pescando sobre una canoa de percha, en un serpenteante río cercano al diminuto poblado. La espesa vegetación, rodea y abriga las esmeraldas y estrechas aguas, como si la naturaleza pretendiera esconder con las copas del gran vergel el devenir y el curso del río. El sonido de las aves revoloteando entre los árboles se funde con el viento, que, a ráfagas imprecisas, sacude los extremos de las ramas que se apoyan contra las aguas, chapoteando cual niños sobre ellas.
En aquella zona del torrente los peces se vuelven lentos, y al joven le cuesta menos esfuerzo conseguir el sustento del día. El Sol golpea la espalda del muchacho con fuerza. Se refresca el rostro y el cuello, descansando un instante. La sensación del agua enfriando su espalda le relaja. Inspira largo y tendido. El bosque parece callar. Entonces algo le dice que no debería estar allí ese silencio… ¡Que el bosque nunca calla, salvo al contener la respiración!
Cuando oye los ladridos de los perros, los primeros segundos son confusos y cree que son un extraño recuerdo. La expiración se alarga en el tiempo con el sonido del disparo. El sudor de su cuerpo se congela. Tras el escalofrío, se lanza al agua nadando hasta la orilla, y corre hacia las cabañas. Conforme se va aproximando a éstas, el pulso y el miedo se van adueñando de él. Los truenos resuenan. Las armas de fuego escupen su violento mensaje en medio del tupido bosque de noble madera.  
Unos chillidos de mujer le hacen detenerse por un instante, y escuchar atento de dónde procede. 
“¿Es Minié?”, piensa que no. ¡No quiere que sean los de ella! 
Más gritos, y el ladrido de los canes. ¡No puede creerse lo que oye!
Los nervios le atenazan y las arcadas afloran. Esas malditas fieras. Vuelve a correr en dirección a las cabañas. Algo ocurre. Se detiene y queda inmóvil. Oye un bramido, pero se da cuenta que es su propia voz la que escupe maldiciones.
Resopla y agarra una piedra del suelo. Se encamina mordiéndose los labios, dispuesto a morir matando. Quiere oler de nuevo la piel de Minié, acariciar su largo cabello y sentirse dentro de ella. Aprieta con fuerza la piedra… ¡una mano le toca el tobillo! Con el corazón en un puño, y levantando la piedra con fiereza dispuesto a machacar lo que allí le esté agarrando, ve entre las grandes hojas del suelo a Minié tirando de él hacia abajo.
— ¡Calla! —le insta llevándose la mano a la boca.
Yendo ella por delante a toda prisa, y con los ladridos sonando nuevamente procedentes del norte como una tormenta que se acerca, los jóvenes no paran de correr durante horas en silencio, imbuidos por el miedo y la única tarea de sobrevivir.  
Otra vez, sólo queda correr. Consiguen alejarse de los colonos ingleses y de los aullidos de los sabuesos que se pierden en lontananza. Un hilo de humo grisáceo aparece sobre el cielo, indicando el lugar de la matanza. Los ojos de Minié se mantienen estoicos. Él la mira de soslayo sin decir palabra, imaginando el cruel final de la pequeña tribu semínola, que fue su familia durante aquellos extraordinarios meses. 
El silencio y la pena protagonizan la larga marcha de la pareja.
Al cabo de dos días llegan a un claro, donde unos cultivos de maíz y zanahorias crecen robustos. Esperan a que la noche oscura les mimetice, y se atiborran de los vegetales sin ser conscientes del mal que les acecha a escasos metros.
Están siendo vigilados.


En la región de los Apalaches, un gran grupo de esclavos se levantó muy violentamente de las rancherías mineras, causando un terrible perjuicio en la zona y su comercio.
En los altos de una ciénaga con difícil entrada, los negros escapados llamados cimarrones, construyeron palenques y trampas donde los hombres de Quesada cayeron como hormigas. Matías Quesada era el jefe de aquel contingente y ahora, con su menguado grupo de cinco españoles, varios indios de la tribu Pueblo y trece negros libertos, persigue hasta dar caza a cualquier bicho viviente que pueda esclavizar y vender. 
Matías es una mala bestia. Las autoridades españolas le recriminaron sus primeras acciones, por el brutal escarmiento que gustaba dar a los desgraciados que caían en su red. Con el paso de los años, se transformó en un perseguido más de la corona hispánica, al no acatar ninguna de las leyes que llegaban desde la península. Con un pequeño ejército de los más fieros y salvajes indios y negros de la Nueva España, persigue a todo aquel hombre, mujer o niño, que se pone a tiro para venderlo en los mercados esclavistas ingleses, holandeses e indios, sin importarle lo más mínimo su religión, raza o nación.   
Quedan bajo su tutela dos mujeres y cuatro hombres. En realidad, son ya un despojo humano, envolturas de piel que alguna vez guardaron vida en su interior. Llevan días sin comer ni beber, y sufriendo las vejaciones que le place a Quesada y a sus hombres. Guardan un día de descanso cerca de un claro donde unos cultivos naturales crecen a su vera, y el agua fresca del rio les humedece los gaznates. Y allí es donde uno de los compinches de Quesada, un indio Pueblo, localiza a la pareja que huye de la frontera colonial británica.
Minié acaricia los doloridos pies de su compañero, calmando algunos cortes y heridas causadas en la alocada carrera hacia las cabañas. Las manos de la mujer le apaciguan. Minié se acerca al cauce del arroyo para mojar una tela, y así, enfriar la circulación y el calor que desprenden los pies del hombre. El sol se esconde ya tras una de las colinas del horizonte, dejando asomar con levedad, la primera de las estrellas del firmamento.     
Poco pueden hacer cuando se ven sorprendidos y rodeados por los fusiles de los hombres de Quesada. Los amantes enmudecen de terror.
Un estremecimiento terrible paraliza la respiración del joven. Minié le observa queriendo parar el tiempo, intuyendo que será el último de los instantes con él. Nada puede hacer el muchacho fugitivo, al ver como uno de aquellos malditos, de baja estatura y corpulencia, arrastra a Minié por los pelos sin mediar palabra.
— ¡Arriba negro! —Un golpe en el estómago y un grito le despiertan del letargo.
— ¿De dónde salís desgraciados?
Con una gruesa soga al cuello, y las manos atadas por detrás de la cintura con la misma cuerda que rodea su pescuezo, le hacen avanzar a través de la espesura por delante de su amada semínola. El improvisado campamento de los cazadores de hombres apesta a alcohol, y al extraño olor que desprenden los penosos seres humanos, atados y apiñados alrededor de un gran sauce.
La noche gobierna ya los cielos. Minié puede ver a diez metros a su querido Bob, junto al resto de los esclavos, observándola con intensidad y lágrimas en los ojos. Ella le mira con ternura, a la vez que nota sobre su cuerpo las sádicas miradas de los hombres de Quesada, mientras acaban su cena bañada en ron. ¡Sabe bien lo que va a suceder!, y lo que más la atormenta de todo, es que él será testigo. Se pregunta cómo es posible que tanta inocencia y ternura se escondan en un hombre que ha sufrido tantísimo. Entonces recuerda a su padre y hermanos. Su niñez lejana, y los escasos momentos donde el silencio y no los tambores de guerra, sonasen al compás de la memoria.     
El primero de ellos se levanta en dirección a ella. La agarra del brazo. Minié no protesta ni hace intención alguna de luchar. Debe sobrevivir. Sobrevivir cueste lo que cueste. Pero Bob no opina igual, que, con gritos e insultos, intenta en vano zafarse de las ataduras. La rabia y desolación del joven se confunde con los bárbaros gritos y los gemidos que pululan en la triste noche.
Uno de los indios se acerca al prisionero y le aporrea en la sien oscureciendo la escena y dejándolo seminconsciente en el suelo, pero lo suficientemente despierto para ser testigo de la espantosa escena.
Minié no grita. Aguanta algunos golpes que por placer y sin sentido la ocasionan y después, hace lo único que puede. El primero será Quesada, que aparta al corpulento barbudo que tenía esa intención. Escupiendo sobre su mano, se lleva ésta al sexo de Minié y la penetra. Soporta las embestidas de Matías apretando los dientes y con la mente puesta en el cuerpo de su hombre, que yace casi inerte en el suelo. Ella aguanta, pero con la sospecha de no ser suficientemente fuerte... Y que la noche se la llevará para no volver.
¡Un disparo en la oscuridad interrumpe la abominable estampa!
Ahora todo es confusión en la borrosa visión del muchacho. Intenta elevarse del suelo, pero no puede por el golpe en la sien. Un fino reguero de sangre baja hasta la comisura de sus labios. Minié se arrastra hasta él, y se cogen de la mano para después abrazarse. Los dos se duelen y se creen muertos en cuestión de minutos. Los disparos no cesan. El esclavo evadido, piensa que la humareda de pólvora son las puertas del más allá, que se abren para llevárselos.
El cuerpo de uno de los negros de Quesada cae sobre ellos con un disparo en el pecho, enseñando las costillas abiertas. De igual manera perecen la mitad de los negreros, huyendo otros a través de la espesura de la floresta. 
— ¿Un espectro…? —se pregunta Bob, susurrando al ver la extraña figura que se planta delante de Quesada.
El hombre sujeto del cuello a Quesada con una mano, y le abofetea con la otra. Matías no lleva pantalones ni nada que cubra su sexo. El hombre uniformado hace un gesto para que sus hombres ayuden a la pareja y al resto de esclavos. Bob piensa entonces que debe estar muerto por la visión que ante sus ojos se plasma como un espejismo. Todos los hombres que les acaban de rescatar, tienen el mismo color de piel que él… ¡Negros con uniformes y fusiles!  ¿Pero… cómo es posible? ¡El hombre que les comanda también es negro!
—Hace años te advertí que, si te volvía a ver, te mataría —dice amenazador el hombre, agarrando del cuello a Quesada. En sus ojos, un brillo de odio y asco advierte a Quesada lo que le espera.
—Asqueroso negro desgraciado… —Quesada escupe sobre el rostro del Capitán de la milicia.
Quesada no puede terminar sus insultos. Apretando con fuerza su cuello, el hombre estrangula a Matías con gesto enloquecido. El feroz jefe de los cazadores de hombres dobla las rodillas, mientras sujeta las muñecas del Capitán intentándose librar.
— ¡Menéndez! — uno de los milicianos recrimina al Capitán.
Como si un resorte le hubiese dado aún más vigor, el capitán aprieta salvajemente mientras se muerde la lengua. El miliciano intenta apartar entonces a Menéndez.
— ¡Pare por dios! Llevémosle a San Agustín.
Pero el resto de compañeros le quitan de en medio, para que el Capitán termine con lo empezado.
—Calla… ¿Acaso no recuerdas sus perrerías? —observa con placer la sentencia otro hombre. 
—Aquí queda todo, ¡ostias! —celebra uno de los milicianos, escupiendo sobre el suelo —. Muerto no podrá hacer más daño el hijo de puta…
Los últimos estertores de Quesada liberan a Menéndez de una venganza buscada desde muchos años atrás. 
Los soldados pasan a cuchillo a todos los hombres de Matías. Un pacto de silencio se cobija en los filos de las bayonetas que se hunden en los reos. Como si un acto de encarnizada furia divina se estuviese llevando a cabo, la matanza se asemeja a un sacrificio al dios de la venganza. En realidad, cada uno de aquellos hombres uniformados, está limpiando sus propios recuerdos de espectros remotos.     
Bob agacha la cabeza, temeroso del estandarte de los castillos y leones que ondea en la vanguardia de la milicia, junto a la gran cruz de San Andrés, bandera del imperio. El capitán Francisco Menéndez y su milicia de hombres libres van en dirección a la ciudad de San Agustín. Con ellos viajan varios negros escapados de la región de la Carolina británica, y ahora también Minié y Bob.
Por el camino, sufren el ataque esporádico de un grupo de cherokees con la única intención del robo de armas y cualquier otra cosa que les pueda venir bien.
La experiencia de Menéndez, y la entrenada milicia acaban con las repetidas incursiones de los cherokees, dándose por rendidos y volviendo a la costa en busca de sus adeptos británicos.
Cuando los azabaches muros del castillo de San Marcos aparecen pegados al mar, los jóvenes no pueden más que asombrarse de tal magnífica obra de ingeniería. Sus cañones apuntan en todas direcciones desafiantes, y con sus ánimas orgullosas, defensora de la ciudad de San Agustín de La Florida. 
Antes de llegar, los portones de la ciudad se abren para dejar pasar a sus huéspedes al interior. La población también cuenta con murallas, pero no de la magnitud de la fortaleza.
En un carro abierto sin lonas, sentados con varios heridos, el muchacho no suelta la mano de Minié observando su entereza y resucitando la violación al cerrar los ojos. “¿Cómo puede estar ahí, como si nada hubiese sucedido?” se pregunta, acariciando la melena negra de ésta. Entonces comprende y percibe la dureza de aquella mujer. Dura y pragmática, superviviente de todo un pueblo exterminado, la semínola borra de su mente todo aquello que no la reporta ningún beneficio. Profundas lágrimas brotan del muchacho mientras aprieta con más fuerza la mano de la mujer, dudando de sí mismo.


La corona española ofrece la libertad a los esclavos huidos de las duras condiciones de las colonias británicas, con la única condición de convertirse al catolicismo y jurar lealtad al rey de España. Un mes después de la llegada a San Agustín de la extravagante pareja, en la nueva iglesia de la ciudad, el párroco sostiene una hermosa concha en su mano, dispuesto para la ceremonia del bautismo. Delante de Minié pasa el que fuese conocido por el negro Bob allá en el norte. Éste inclina su cuello mientras se pone de rodillas. El cura vierte el agua bendita en la coronilla del joven.
Con una amplia sonrisa y un beso en la frente, el sacerdote les otorga un nombre cristiano.
—Lorenzo.
Las manos de los recién bautizados al cristianismo se tocan mientras el agua cae por el rostro de la india semínola.
—Ana.
Junto a ellos, dos negros y siete indios más son bautizados. Tras la ceremonia religiosa, juran lealtad al rey de España y pasan a formar parte de los súbditos de éste. A continuación, la pareja vuelve a la iglesia para casarse bajo la atenta mirada de su desconocido Dios. Una vida nueva por completo les aguarda. Un destino incierto y misterioso, en un mundo rotundamente diferente del que proceden.



sábado, 20 de enero de 2018

Episodio 3º Tirso

     Alcaraván lleva toda su corta vida trabajando entre los arrecifes de Tenerife, cohabitando con los gigantescos cortes montañosos que se precipitan al mar. Desde niño pisa aquellas rocas ennegrecidas, poco después de quedarse sin madre. Nunca conoció a su padre, y aunque decía no importarle demasiado aquel interrogante de su vida, lo cierto era que aquel vacío le marcaría para siempre. Su madre, procedente de un pueblecito cercano a Santiago, le contó que era hijo de un capitán de fragata de alguna noble casa catalana. Pero lo cierto era que, de igual manera, podría haberse tratado de un marinero borracho que la hubiese forzado en el fatídico barco que la trajo al Archipiélago, cuando todavía estaba llena de esperanzas.
Aunque su nombre era Tirso, nadie le trataba como tal, y los cuatro gatos que le conocían en la zona le apodaban Alcaraván, como el pequeño pajarillo migratorio. Y es que el chiquillo era igual que el ave en sus comportamientos, pues salía de noche a conseguir sustento, era huérfano solitario y desconfiado, que enseguida se movía ocultándose con facilidad y con tendencias a refugiarse en los recodos de la piedra, por los miedos que le entraban nada más ver a cualquier desconocido. Fue una vieja viuda quién encontró al niño alimentándose de saltamontes, y terminó por adoptarlo y darle cobijo en su más que humilde morada, construida de madera y horada en medio de la roca vieja. Alcaraván creció entonces libre por los parajes rocosos norteños de la isla de Tenerife, acechando reptiles y persiguiéndolos en carrera, descalzo entre las piedras como un hábil gato salvaje. Y a través de los conocidos de la anciana Dolores, terminó aprendiendo el único oficio decente que tenía a su alcance; recolector de orchilla. Se trata de uno de los productos que más ha influenciado el destino de las islas Canarias a lo largo de su historia. Éste liquen, es un excepcional tinte de color rojo, conocido desde tiempos lejanos, pues fenicios, cartaginenses, y el imperio romano, pusieron interés en él, otorgando a las islas el nombre de Las Purpurarias. Y la familia de la viuda, desde donde la memoria no alcanza a ver, se dedicó a la recolección del preciado colorante que daba ahora el color purpura a los obispos por toda la cristiandad.

     El chiquillo ronda los diez años, es rubio y de una piel muy blanca pero aceitunada por la luz solar que desde su infancia golpea sus espaldas. Es muy delgado debido a la escasa variedad de alimento que recibe su cuerpo, pero de constitución fuerte y sana. Sus pies, como los del resto del oficio, se han ido transformando en duras suelas, que se agarran a los pequeños huecos que se abren entre los riscos y las arenosas orillas, salpicadas de cortantes piedras que asoman traicioneras. Aquella mañana, poco después del amanecer, Alcaraván ya se encontraba en lo alto del risco disponiéndose para la arriesgada tarea. Como en el lugar donde hoy van a trabajar, no hay saliente rocoso de fiar para amarrar el cabo, Tirso busca una buena piedra de peso suficiente para atar el cabo sin peligro. Acto seguido, el chico excava un hoyo en el suelo a tres metros del borde del precipicio, de un metro de profundidad e introduce la piedra donde ató anteriormente el cabo, rellenando con arena y piedras el agujero. Alcaraván pisa una y otra vez el lugar y se garantiza de la validez del trabajo del que depende su vida y la de su maestro de oficio, el cual se dirige ahora entre los riscos igual que un arácnido, hacia la zona más peligrosa y plagada de orchilla del acantilado, en el semblante norteño de la isla.
Cuando termina su labor y el sol se posa en la coronilla del imberbe, éste siente que las tripas le demandan alimento, y se dispone para almorzar tranquilo. En un peñasco sentado, Alcaraván se lleva un trozo de queso duro a la boca, acompañándolo con un dulce vino de su fiel bota, más mosto que vino y más agua que mosto, la cual le escolta siempre que sale de casa. Bajo él, de un color negruzco y salpicado de puntitos blanquecinos a modo de pequeñas verrugas, la orchilla forma entramados manojos de hebras sobre las superficies de las rocas en las que crecen. Un último chispazo de la bota y un bocado al mendrugo untado con morcilla, dan por terminado la comida del día para disponerse al tajo de nuevo.
Situados entre la costa inferior de las rocas que no son golpeadas por las embestidas del océano, y las más elevadas a más de medio kilómetro de altitud, éste liquen compuesto por unos filamentos, donde mejor florece es en los peñascos y riscos orientados hacia el norte. A pesar de su menudo tamaño, esta curiosa planta crece muy lentamente, necesitando al menos cinco años para su corte. Si la planta es arrancada de raíz, sin dejar la costra que se agarra a la roca como base, ésta no volverá a crecer. Sólo si al desprenderla con el cuchillo se respeta la raíz, las plantas tendrán futuro, y con ella, la población de la comarca.
La recolección de la orchilla en lugares de fácil acceso, no requiere ninguna habilidad en especial, salvo el buen manejo del cuchillo o herramienta similar, y en algunos casos junto con una especie de peine de madera para no dañar la raíz o costra antes mencionada. Pero la avaricia en muchos casos, y el menosprecio por el futuro de los que algún día pisarán éstas tierras, está menguando la reproducción del liquen, teniendo que encontrarlo en peligrosos riscos o precipicios donde el orchillero se juega la existencia en cada una de las escarpadas aventuras de recolecta, entregando más de uno su vida en tan arriesgada labor.
Éstos hombres, analfabetos e ignorantes del mundo que va más allá de las recias piedras, los salientes y precipicios; de parcas palabras, y poco entendibles para los que a las islas llegan; sucios y curtidos por las arenas, la sal y el sudor de tan violento oficio; éstos hombres forman la zona más baja de la escala social, el musgo de la piedra que se ve representado en el edificio del Imperio Español. Ellos siempre agachan la cabeza si alguna vez se topan con los dueños de las tierras que labran, o las rocas que rascan en su afán laborioso. Si cruzan sus miradas con los descendientes de conquistadores, o clérigos, mercaderes o funcionarios que se supieron fraguar fortuna; todos aquellos que indican los destinos del mundo, para que otros aren la pedregosa tierra que forma el camino; si la voz de los señores clama, ellos obedecen y callan.
El hombre del que todavía aprende Alcaraván, de nombre Juan, puya un grito al chaval desde una quebrada cien metros por debajo de él, indicándole que le lance el cabo para irse atando, con la intención de descolgarse por el precipicio otra tanda de cincuenta metros. Tirso lanza con maña hasta su maestro, la cuerda con la fuerza y destreza que se necesita. Es recogida por Juan, que en un abrir y cerrar de ojos prepara el zuncho donde sentarse. El zuncho es una especie de sillín colgante, formado por una tabla unida por los extremos con una cuerda que pasa por encima de los hombros, de cuya parte superior parte otra sección de la cuerda, que se ancla en el cabo.
— ¡La raspadera! —aúlla un enfurecido Juan.
— ¡Mírate en la mina! Ostias —le contesta irritado Tirso, dando por seguro que introdujo la herramienta en el recipiente en forma de sombrero que se utiliza para ir depositando la orchilla desprendida con la raspadera.
El maduro orchillero hace un mal gesto, pero encuentra la raspadera y continúa sin más comentario. Desde lontananza, Alcaraván recolecta en otra sección menos peligrosa, siempre atento a las posibles peticiones de auxilio o llamadas de su maestro por alguna necesidad.
No hay amistad ni nada parecido entre ellos. Juan desprecia profundamente al chaval, y en más de una ocasión se lo ha manifestado sin ambages. Comparten las horas de luz en medio de un silencio absoluto, interrumpido por las órdenes que Juan suele vocear sobre el chico, aun teniéndolo a su vera, o feas palabras acompañadas de cogotazos que martirizan a Alcaraván sobremanera. El momento más feliz de éste, lo vive cuando por fin comienzan las luces a escasear y tornarse peligroso andar por los riscos, sabedor, que la jornada termina y con él la pesadilla del día.    
Para Juan, Tirso es un mocoso al que considera un alcahuete sin respeto ni vergüenza, ni merecedor del amor desinteresado que la vieja Dolores le lleva entregando, desde el día que le arropó en su humilde seno. No le agrada su compañía, pero es cierto que trabaja bien, y por la miseria que recibe el muchacho, le sería difícil encontrar a otro ayudante para la apurada tarea. 
Y aquel mismo día, cuando la jornada toca a su fin y Juan regresa exhausto del peligroso escarpado, se encuentra al pequeño Alcaraván calentándose en un pequeño fuego con el bolso de Juan abierto e indagando en su interior. La estampa enfurece al veterano orchillero, que se lanza sobre él, dándole un sonoro bofetón.
— ¡Cabrón! —El sonido de la bofetada viaja a través de la solitaria escena. Alcaraván se mantiene callado y la mirada quieta hacia el pedregoso suelo, con el firme examen de Juan sobre él —. Ya me dijeron que había que andarse con cuidado contigo. Que no eres de fiar… ¿acaso eres un ladrón? ¡Desgraciado! —Alcaraván se mantiene agachado de cuclillas.
Con la figura de Juan pegada a él, Tirso está atemorizado. El orchillero es un hombre con el aspecto igual que una bestia, acostumbrado a arrancar con sus manos piedra desde niño, sus piernas y brazos parecen de cuero oscuro, capaces de aplastar al chaval.
—Sólo buscaba algo de comer —dice temeroso sin levantar la mirada.
Juan en aquel momento se arrepiente de su violenta reacción. Se aparta y mira al chaval de soslayo, intentando creer al chico de Dolores. Suspira y sin decir nada más, recoge todos los bártulos con celeridad.
—Mañana…como todos los días. ¡No te retrases niño!
Y allí, callado y bajo las sombras del pequeño fuego, Alcaraván no levanta la mirada salvo cuando el orchillero emprende el camino de regreso a casa. Tirso le mira marchar con sus enseres a cuestas, y perderse poco a poco entre las tinieblas.
Hasta que el fuego no se consume, permanece cercano a su calor, pensativo y extrañamente sosegado. La oscuridad va ganando terreno alrededor de él, a la par que se desvanece los últimos rescoldos de la hoguera.
Y esa oscuridad penetra también en su espíritu. Un gigantesco aborrecimiento que le penetra y retuerce las entrañas. Un odio visceral por ese maldito cerdo que le ha abofeteado como a un niño mal criado.
Al cabo de cierto tiempo, decide marchar también de regreso a su hogar. La entrada a la casucha es un amasijo de madera y piedras, que da a la horadada roca un cobijo para Alcaraván. Hay dos banquitos diminutos perfilados en la roca viva; dos estrechos camastros que pegan sus cabeceros uno con otro para aprovechar el espacio cavernícola; un destartalado baúl en medio como frontera entre los dos pobladores de la estancia, y a un lado, junto con una apertura natural en la roca como una chimenea, la vieja Dolores calienta siempre sus caldos y sopas, menú éste, que no ceja de seguir a causa de su falta de dentadura, siendo para la mujer imposible comer nada masticable. Sopas y caldos con pescados que previamente trituran, escasas verduras, hierbas, tubérculos y frutas cuando se puede, es la base de la dieta en casa. La carne de algún pequeño mamífero, pajarillo o reptil, se deja caer en la cazuela de vez en cuando para alegría de sus entrañas.
No falta mucho para la llegada del invierno. Tirso pasa la noche en vela, observando en la penumbra los reflejos luminosos que la Luna desprende del exterior, y las sombras del interior de aquella cueva excavada no se sabe cuándo ni por quién en un principio, y que después, a lo largo de las generaciones, cada una aportó sudor y lágrimas para acrecentar y adecentar aquella fría piedra. 
Sabe que Dolores le rescató de la soledad, el frío y el hambre. El inconveniente que desciende desde sus pensamientos a su corazón, es que la odia. A su parecer, la vieja no sintió pena por el inocente desvalido que se escondía tras los pinos, acechando algún lagarto para llevarse a la boca. Se trató más bien a juicio de Alcaraván, de un deseo de poseerle como objeto, el tener a alguien a quién cuidar o mandar. Tirso piensa que aquella maldita vieja no sintió compasión por él, sólo se trataba de puro egoísmo; pues el niño recogido se transformó en un motivo para seguir con vida.
Y con aquellas demoledoras emociones, cabe sólo recapacitar que en el chiquillo coexiste un monstruo que se aloja en su espectro.
En el alma del niño arde un deseo atroz; que aquella mujer se muriese de una vez por todas, y sin descendencia viva que reclamar nada, pudiese quedarse con la mugrienta cueva. Al menos, el olor a rancio que impregnaba la anciana a la morada desaparecería, o eso anhelaba Alcaraván.
Recostado en el lecho con los brazos en cruz por detrás de su cuello, siente la escasa cabellera de la vieja Dolores a dos palmos de la suya. La examina de soslayo, escuchando su trágica respiración y sus constantes y odiosos ronquidos, que acentúan ese repugnante olor que sale de las podridas entrañas de la vieja. Alcaraván se levanta de un respingo mirando asqueado a Dolores, que, encogida y arropada, parece una pequeña muñeca vieja y destartalada de la que asoman estropajosos pelos grises y blancos, sueltos, difusos, sin sentido, en medio de feas calvas, que acentúan ese aspecto enfermizo de su cuerpecillo desagradable.
El muchacho se arropa a modo de túnica con el manto de lana del camastro, y sale veloz a tomar el aire. Mira el cielo, y piensa en la cercanía de la navidad. Las estrellas y sus movimientos, sus extraños parpadeos y los diferentes tonos que entre ellas se pueden encontrar. En el mundo oceánico que tiene delante, una penumbra aún más tenebrosa que el negro vacío de la nada que se vislumbra más allá de las luces del puerto, aparece en sus pensamientos. No tiene costumbre de padecer éste picazón que últimamente recorre su interior, como una duda o incertidumbre, que se asemeja piensa él, al hambre; ese hormigueo que padeces en las tripas, que te avisan para que engullas si tienes algo que llevarte a la boca. Salvo que ésta vez, el hormigueo no proviene del estómago; pues éste anida en los pensamientos y en el corazón por igual; y es que Tirso se pregunta, ¿Quién, y cómo era su padre?

lunes, 27 de noviembre de 2017

Episodio 2º Los Kindelan

Familia Kindelan
Óleo de la Batería de Paso Alto (Siglo XVIII  PACO YANES)

Carmen Kindelan no era la mujer más hermosa de las islas canarias, pero nadie podía dudar de su belleza. Su larga y brillante cabellera de color cobrizo no tenía rival allá en su niñez, y mucho menos después, cuando las bellas curvas de mujer se fueron acentuando tiempo después de su llegada a las islas Pródigas. Su padre se estableció en ellas gracias a las rentas recibidas por testamento, y otras después de la guerra por la pérdida de una pierna en la guerra. Una bala de cañón, se llevó de cuajo el pie y parte de la espinilla, dejando medio palmo de pierna por debajo de la rodilla del teniente de Dragones del Ulster.
La madre de Carmen Kindelan era Victoria Soriano, oriunda de Villaviciosa de Tajuña, y allí conoció al Teniente, tras la batalla que allí se libró. El irlandés se enamoró de la alcarreña de inmediato, y a pesar de la amputación de su pierna, la arrebatada señorita se prendó del apuesto oficial irlandés.
Detrás de la precipitada partida de la pareja de la península, se escondía el temor del teniente a que su dulce flor castellana se lo pensara dos veces, antes de emprender tamaña aventura con un hombre de su edad. Sobre todo, con la insistencia de la familia Soriano, que no veía con buenos ojos que una de sus hijas se fuese a casar con un extranjero por muy católico que fuese, y encima con tres lustros de contraste entre ambos enamorados.
Pero al final, el matrimonio se aposentó en el archipiélago canario en busca de fortuna como tantos otros castellanos, gallegos, andaluces, aragoneses y de todos los rincones de la península; pero también flamencos, portugueses, genoveses y hasta ingleses llegan para desarrollar principalmente, la explotación del vino y el dulce y lucrativo comercio del azúcar, gran generador de fortunas e integrador de la economía canaria en los mercados internacionales.
El Teniente Kindelan compró una hermosa venta y su respectiva vivienda en Santa Cruz de Tenerife. Allí, el matrimonio y su hija vivirían sus más hermosos momentos, paseando en las orillas atlánticas con un amplio carro de dos caballos que la propia Victoria Soriano compró a un buen precio.
La pequeña Carmen, siempre cerca de su adorado padre, escuchaba las aventuras y desventuras pasadas por él en los campos de batalla de Europa, y de la bravura de su madre y de cómo le cautivó el mismo día que la conoció.
Siempre andaba el antiguo Teniente dando la murga con su veterano violín, tocando lejanas melodías de su tierra natal, y entonando cancioncillas que alegraban las noches bajo la atenta mirada de las mujeres y el omnipresente Teide, como espectador atento y callado. Las excursiones en la isla, y el magnífico clima de ésta eran la guinda de una época feliz que pasó rápida y fugaz, como suele ocurrir en estos casos.
Gustaba a los vecinos de los Kindelan, vociferar al Teniente en medio de la amplia calle en la que residían, para que se asomara al balcón que sobresalía encima de la entrada de la tienda, y alardeara con su anticuado violín ante los críos del barrio. Éstos se ponían a bailar como locos, con las risas y la complicidad de la hija, que le gustaba más jugar con los chiquillos que con las niñas, y trepar por los riscos siempre que se le presentaba la oportunidad, queriendo emular las batallitas del padre.
En la tienda de los Kindelan, se veía pasar a todo tipo de individuos y personajes de lo más variopinto, llegados de todos los rincones de Europa. Pero también se hacían negocios con la morisma en las islas, y más allá de las costas africanas.
No obstante, si algo quedó grabado en la mente infantil de Carmen Kindelan, fue el impacto que le causó la primera vez que se encontró con un hombre de tez oscura como la noche, pocos días después de su llegada a Santa Cruz. Aunque en la península había oído hablar de ellos, y no siendo extraño que también hubiese visto alguno, a la pequeña Carmen la invadió el pánico cuando el hombre se plantó delante de ella en las penumbras de la trastienda. La inmovilizó de tal manera, que sólo pudo emitir un grito agudo, mientras cerraba los ojos con fuerza, como si de esa forma pudiese evitar que aquel monstruo la devorase, o lo que soliesen hacer aquellos seres del inframundo. Cuando abrió los ojos, su madre ya la tenía en brazos, y la calmaba como veía oportuno intentando tranquilizar a la pequeña, con las risas de su padre de fondo.
Aquel gigante de ébano, no era más que El negro Miguel, un maduro y castigado esclavo del anterior dueño del comercio, que pasó a formar parte de los bienes de los Kindelan cuando se hizo el traspaso de la tienda y los negocios que ello aparejaba. Y Miguel se convirtió en uno más de los miembros de la familia con el tiempo, llegando a ser muy querido por la propia Carmen, pero de momento, la pequeña huía al otro lado de la vivienda si le veía pasar próximo a ella.
Con el tiempo y los juegos como el escondite, la chiquilla transformó al negro Miguel en un amigo más del que ocultarse, y al que perseguir sin ser detectada, o fastidiando al pobre su rutina diaria con travesuras. A decir verdad, al negro Miguel le innovó la vida para mejor infinitamente. Pues los juegos de Carmen y su alborozado e imparable ajetreo, alegraron una penosa existencia de esclavitud y maltratos pasados con su anterior amo.
Y es que, si algo le enseño la veteranía de esclavo, era que pasar lo más sigiloso y desapercibido entre sus dueños, sin llamar para nada la atención era un gran premio de por sí. Normalmente, al menos con su antiguo amo, cada vez que tenía más contacto de lo necesario con él era para acabar sufriendo algún castigo. Fue capturado por algún grupo de esclavistas árabes, siendo un niño de unos nueve años, en lo profundo de esas tierras extrañas y llenas de misterios, donde alguna vez albergó una vida de libertad y rodeado de una familia y unas costumbres que ya jamás volvería a sentir como suyas. Los negros africanos llegaban a las islas después de ser atrapados para utilizarlos como esclavos, sobre todo en las plantaciones de caña de azúcar, o en los servicios domésticos. 
Nadie sabría decir la edad de Miguel, pudiéndose ser de cuarenta o cincuenta años, pues ni él mismo sabría decirla. Pero su estropeado físico y una fea deformidad en su rostro, confundían sobremanera la tarea.


En la casa familiar, un hermoso patio hacía de foco de reunión en las placenteras noches isleñas. En el centro de la platea gobernaba orgullosa una palmera, que servía de columna central para un cenador de blanca lona, que el negro Miguel ponía y quitaba a gusto de su ama, la señora Soriano. Colgando de las vigas que terminaban de formar el cenador, unas botas de vino se dejaban a mano de los menesterosos que allí charlaban, o daban buena cuenta de las surtidas viandas que la familia gustaba disfrutar. Unas alegres enredaderas daban una fresca sombra en los días más calurosos del año, aun cuando los pajarillos intentaban anidar en ellos, cosa que enfurecía al Teniente Kindelan quién amenazaba bastón en mano con dejar sin rastro del vergel sobre sus cabezas, para evitar que anidasen en éstos. Cosa ésta que resultaba cómica, pues ver al curtido teniente luchar con las golondrinas a la pata coja, no era anécdota por la que enorgullecerse en las veladas de veteranos.
La pequeña Carmen vendría a tener por aquel entonces unos nueve años, y sus cobrizas trenzas no andaban quietas nunca, tirando de ellas su padre siempre cariñosamente cuando intentaba éste que su hija obedeciera sin rechistar sus consejos, pues sonaban constantemente a eso más que a órdenes. Y es que la disciplina y educación que recibía Carmen era de todo menos autoritaria, en una época donde el rigor con el que se educaba a los críos era duro y en ocasiones con la rutina del maltrato tanto físico como mental de fondo. Pero los Kindelan tenían un amplio sentido de la libertad y la temeridad, sobre todo a causa de la señora Soriano, que tuvo una infancia de duros castigos y algunos tristes hechos que vivió siendo niña y que la convirtieron en una mujer que no se dejaba doblegar ni siquiera por su amado esposo. Eso sí, altamente religiosa y piadosa de los mandatos de la Santa Madre Iglesia, pero envueltos en una muy particular visión que no poco disgusto la causó en su temprana juventud.
Ronda el verano, y los negocios en la isla van viento en popa, y todo en la casa familiar es alegría y esperanzas por un futuro plagado de expectativas. Un querido amigo sevillano, Don Muñoz, dedicado a la trata de esclavos, contaba fantásticas historias a la familia Kindelan, incluyendo a la pequeña Carmen, acerca de las fabulosas rutas de las caravanas que cruzan el África de un extremo al otro del continente, atravesando oscuros rincones montañosos, en los cuales puedes encontrarte con unos gigantescos y terroríficos monos llamados gorilas, y otros animales fabulosos. Y escondidos tesoros en verdes valles en medio de infranqueables picos nevados, donde ningún blanco puso el pie nunca; y los grandes desiertos africanos, que, como un océano de arena ardiente, uno no alcanza a ver otra cosa más que dicha arena durante jornadas completas. 
Y a través de esas fantásticas rutas caravaneras, los negros llegan procedentes del Senegal y de Níger, ante todo, hasta donde se adentran los comerciantes moros, ya que la trata es un negocio tremendamente importante para ellos desde tiempos inmemoriales, para hacer negocios y riquezas después en los puntos de cambalache. Ya sean árabes o negros esclavistas, pues entre ellos se maltratan y especulan como el que más, los mercaderes intercambian sus productos; esclavos, oro, sal, especias, telas y metalurgia. Partiendo después desde estos puntos hacia el mediterráneo, llamada la ruta de Fez, y monopolizada por los moros hoy en día, o dirigiéndose al Atlántico, que es la que debió seguir el desdichado negro Miguel.
Tras la cena, Don Muñoz queda a solas con el Teniente, encendiéndose las pipas de tabaco con la mecha de chasca, que apoya perenne en un brasero de metal, que el negro Miguel ha traído para la ocasión. La señora Soriano se acaba de retirar para llevar a dormir a la pequeña pelirroja, dejando a solas a los hombres para que charlen de sus cosas.
—La vitalidad esclavista de las rutas desérticas no mengua un ápice — cuenta Don Muñoz entusiasmado —. De Takedda a Tuat, me contaron de una caravana que transportaba en primavera… ¡seiscientas esclavas! Los de Takedda se enorgullecen de sus muchos esclavos y siervos, y que pueden rivalizar con la Berbería.
— ¡Exageran! Seguro que no será tanto —añade el Teniente, aún sin saber demasiado acerca del tema.
—El padre de mi padre, que Dios lo guarde en su seno —continua el sevillano —, estuvo prisionero por los berberiscos durante ocho años, y de esclavo lo utilizaron en Orán, para pasar después precisamente a formar parte de varias caravanas en el desierto. ¡Y es que los irónicos destinos que Dios nos tiene fijados, tienen su guasa! Ja, Ja, Ja.
Con estas risas, casi se ahoga Muñoz al atragantarse con el humo del tabaco.
— ¡Miguel! —Grita el veterano irlandés —. Trae un poco de agua a éste hombre.
Raudo, Miguel tiene intención de verter sobre un vaso agua, de uno de los botijos que se guardan a la fresca. Pero Don Muñoz se adelanta, agarrando el botijo para dar un corto trago desde la distancia de su brazo en alto, sin dejar caer una gota al suelo, para mirar de reojo al instante al Teniente y volver a sonreír, ésta vez con cierta malicia.
—No sea imprudente, que un día de éstos le doy una sorpresa y acabo de un golpe con una bota de vino, y no encuentra usted pista alguna de ello.
Y es que el señor Kindelan, aunque lleva muchos años en tierras de España, no consigue aprender a beber ni con el botijo ni mucho menos con la bota, poniéndose perdido de vino, cuando lo ha intentado valientemente.
—Seguro que si hombre… Ja, Ja, Ja —asevera Don Muñoz, posando su mano con ternura en el hombro del Teniente.
—Le digo aún más, estoy construyendo una bota yo mismo.
— ¿Pero lo dirá en serio? —pregunta incrédulo Don Muñoz.
—No lo dude mi querido amigo. Venga acompáñeme —Y dejando el patio atrás, los caballeros entran a la trastienda con la luz de las candelas que encienden en la puerta.
Sacos de tamaños diversos escalonados a un lado, y estanterías con grandes libretos y archivos al otro, forman un pasillo artificial hasta el lado más amplio del almacén.
Allí, sobre una cruceta se halla bien estirado el cuero de cabra de la futura bota. Éste cuero, aunque más difícil de usar que otras pieles, aumenta la vida de la bota por su flexibilidad. Después de seleccionar y retirar la piel, se limpia y curte con tanino.  
— ¡Por las barbas del Morito! que buen trabajo —La sorpresa y el rostro de admiración del negociante de esclavos animan a Don Muñoz.
— ¿Qué me aconseja para impermeabilizar, brea de enebro o de pino? — pregunta, muy orgulloso el Teniente, con la mirada de Muñoz fija en el cuero, todavía sorprendido.
— ¿Eh…? Yo diría que enebro, pero a decir verdad no se lo puedo asegurar —indica honesto.
—Creo que para coser la bota dejaré la tarea al artesano. No la vaya a estropear a última hora con artes indebidas —le informa amigable el Teniente.
Don Muñoz partió para la península dos días después. El sevillano marchó sin saber bien cuando sería su regreso, no sin antes regalar al teniente con la complicidad de su querida niña pelirroja, una hermosa cajita para licores de cerámica con una filigrana de marfil adosada, de un elefante elevando sus patas delanteras en equilibrio.
Por esas fechas, el negocio del azúcar bajó en las islas, y muchos se llevaron un terrible golpe financiero por la bajada de ventas. No obstante, la producción de vino creció exponencialmente y amparó la economía de la familia, y hasta la elevaría años después. Fue en Tenerife donde se localizó fundamentalmente este vaivén mercantil, lo que hizo de la isla el centro económico del Archipiélago Canario.

martes, 1 de noviembre de 2016

La piratería berberisca

Piratería berberisca

Un capitán británico es testigo de las miserias que pasaban los esclavos cristianos en Argelia en el año 1815
Batalla entre la fragata británica HMS Mary Rose y siete piratas argelinos, 1669.
Los piratas berberiscos, también a veces llamados corsarios otomanos, fueron piratas y corsarios musulmanes que actuaron desde el Norte de África (la "Costa berberisca"), donde tenían sus bases. Actuaron desde Túnez, donde tenían su base más importante en la isla de Yerba, la más grande del norte de África, conocida entre los españoles como Los Gelves y provista de un magnífico puerto natural,1 y también desde TrípoliArgelSalé y otros puertos de Marruecos, acosando el tráfico marítimo en el mar Mediterráneo occidental desde el tiempo de las Cruzadas, lo que se hizo especialmente intenso tras la caída de Constantinopla (1453) en manos de los turcos otomanos. Las "razias" de estos piratas también se dirigieron a los barcos mercantes que viajaban a Asia, rodeando África, hasta principios del siglo XIX. Sus plazas fuertes estaban situadas en varios puntos de la costa de África del Norte conocida como la costa berberisca (término que define al Magreb, al ser sus habitantes originales de etnia bereber). Además de apoderarse de los buques europeos, perpetraban razias en los pueblos costeros y villas de Europa, sobre todo en las costas de ItaliaFranciaEspaña y Portugal, pero también en Gran Bretaña e Irlanda, los Países Bajos y tan lejanos como Islandia. El objetivo principal de sus ataques era capturar esclavos cristianos para el comercio de esclavos otomana, así como el mercado musulmán en general, en el norte de África (Marruecos y Argelia) y Oriente Medio.2
Si bien estas incursiones iniciaron tan pronto los musulmanes iniciaron la conquista de esta región, los términos' piratas berberiscos y corsarios berberiscos' se aplican por lo general a los asaltantes musulmanes que estuvieron activos desde el siglo XVI en adelante, una vez la frecuencia y la amplitud de los ataques esclavistas aumentaron y Argel, Túnez y Trípoli cayeron bajo el dominio del Imperio otomano, ya sea como provincias o dependencias autónomas conocidas como los Estados berberiscos. Se llevaron a cabo redadas similares desde la Salé y otros puertos en Marruecos.
Los corsarios capturaron miles de barcos, y amplios tramos del levante de España e Italia fueron casi totalmente abandonadas por sus habitantes, desalentándose la población de estas áreas hasta el siglo XIX. Del siglo XVI al siglo XIX, los corsarios habrían capturado un estimado de 800.000 a 1,25 millones de personas que fueron vendidas en el mercado musulmán de esclavos, sin considerar los millones de personas que habrían muerto, ya que por lo general solo vendían mujeres y los hombres eran decapitados.2
Algunos corsarios eran parias de Europa y conversos como John Ward y Zymen Danseker.3 Los piratas europeos llevaron técnicas de navegación y construcción naval avanzada a la costa Barberisca alrededor del año 1600, lo que permitió a los corsarios expandir sus actividades hasta el océano Atlántico3 y el impacto de las redadas de Berbería alcanzó su punto máximo a principios y mediados del siglo XVII.
El alcance de la actividad corsaria comenzó a disminuir en la última parte del siglo XVII, ya que los más poderosos navíos europeos empezaron a obligar a los Estados de Berbería a hacer la paz y dejar de atacar a los navíos cristianos. Sin embargo, sin esta protección, los barcos y las costas de los estados cristianos continuarían sufriendo hasta principios del siglo XIX. Después de las guerras napoleónicas y el Congreso de Viena de 1814 a 1815, las potencias europeas acordaron la necesidad de suprimir los corsarios berberiscos del todo y se logró contener la amenaza en gran parte, aunque incidentes ocasionales continuarían sucediendo hasta que finalmente se controlara el peligro que suponían los musulmanes para las costa europea con la conquista francesa de Argelia en el año 1830.
Los más famosos corsarios fueron los hermanos otomanos Barbarroja, el apodado Hızır (Jeireddín) y su hermano mayor Oruç, que tomaron el control de Argel a principios del siglo XVI y lo convirtieron en el centro de la piratería Mediterránea durante los siguientes tres siglos, así como establecieron la presencia del Imperio otomano en África del Norte que duró cuatro siglos. Otros famosos corsarios-almirantes otomanos incluyen a Turgut Reis (conocido como Dragut en Occidente), Kurtoğlu (conocido como Curtogoli en Occidente), Kemal ReisSalih ReisKoca Murat Reis y Tybalt Rosembraise.

Historia[editar]

Mercado de esclavos
La piratería musulmana en el Mediterráneo se conoce desde el siglo IX con el Emirato de Creta. No fue sino hasta finales del siglo XIV que los corsarios tunecinos se convirtieron en una amenaza lo suficientemente importante como para convocar una coalición franco-genovesa para atacar Mahdia en el año 1390, también conocido como la cruzada berberisca. Exiliados moros de la Reconquista y los piratas del Magreb se sumaron a la piratería, pero sería con la expansión del Imperio otomano, un imperio musulmán, y la llegada del corsario y almirante Kemal Reis en el año 1487 que los corsarios berberiscos se convertirían en la verdadera amenaza para la población y navíos cristianos.

Los corsarios berberiscos[editar]

Aruj, también conocido como Baba Aruj o Barbarroja.
Desde muy antiguo —como atestigua la campaña llevada a cabo por Julio César contra los piratas— y organizadamente desde el siglo XIV, el mar Mediterráneo conoció numerosas incursiones de piratas y corsarios turcos y berberiscos que atacaban las naves y costas europeas en medio del conflicto entre el cristianismo y el Islam, que culminó con la conquista cristiana de Granada y la turca de ConstantinoplaChipre y Creta.
Los berberiscos contaban con los importantes puertos de TángerPeñón de Vélez de la GomeraSargelMazalquivir y los bien defendidos en Túnez y Argelia, incluso Trípoli, desde los que atacar cualquier punto del sur europeo y refugiarse con rapidez llevando los rehenes por los que se pedía rescate.
Debe tenerse en cuenta que la piratería a naves cristianas era considerada por los berberiscos una forma de Guerra Santa y, por tanto, noble y ejemplarizante.
Desde estas fortalezas, los berberiscos atacaban los puertos del sur de la península ibérica, el archipiélago de las islas BalearesSicilia y el sur de la península itálica. Tanto es así que el cronista Sandoval escribió:
Diferentes corrían las cosas en el agua: porque de África salían tantos corsarios que no se podía navegar ni vivir en las costas de España.
Sandoval4
Puede sorprender que un peligro tan grande durara tantos siglos, especialmente sabiendo que aquellos puertos no eran partes de un Estado centralizado (el poder de los sultanes era nominal) y el tribalismo predominaba en la región, dividiendo las fuerzas frente a un ataque de Europa. Autores como Ramiro Feijoo puntualizan que aquella región tenía un escaso o nulo valor económico para las monarquías de Zaragoza o Valladolid. Sin embargo, la situación cambió con la firma de la Paz de Lyon en 1504 y los ataques berberiscos a ElcheMálaga y Alicante en 1505.
Los especialistas consideran un error pensar que la península ibérica sufría muchos más ataques que la Itálica. No obstante, la primera contaba con el conocimiento de la lengua, las costas y las costumbres de los andalusíes que habían abandonado la península con la Reconquista. Muchos de ellos se convirtieron en guías, lenguas, aladides, leventes o incluso capitanes4 y, ya en tierra, contaban con la connivencia de los otros andalusíes que reclamaban aquella tierra invadida como suya. De esta manera, las viejas incursiones medievales, como la cabalgada o la algarada, vuelven a practicarse desde el mar.
En los primeros años del siglo aparece un personaje que, apoyado por los gobernantes otomanos y bereberes, se dedicó a atacar numerosas naves europeas, principalmente españolas e italianas: era Barbarroja. Este corsario llegó incluso a recibir de manos del rey de Túnez, en 1510, el gobierno de la isla de Yerba, desde donde siguió organizando pillajes y ataques, tales como la conquista de la ciudad de Mahón en 1535. Tras su muerte, su hermano Jeireddín, que había heredado de él el apodo de Barbarroja, llegó a empequeñecer la leyenda de Aruch. Tanto es así que el Abate de Brantone, en su libro sobre la Orden de Malta, escribió de él: «Ni siquiera tuvo igual entre los conquistadores griegos y romanos. Cualquier país estaría orgulloso de poder contarlo entre sus hijos.»5
La mayor parte de las naves berberiscas eran galeras de poca altura, propulsadas por remos. Los remos eran bogados por multitud de esclavos no musulmanes, algunos raptados de países europeos y otros comprados en el África Subsahariana. La galera generalmente tenía un solo mástil con una vela cuadrangular. Las acciones berberiscas fueron aumentando en número y osadía, llegando a tomar posesiones en IbizaMallorca y en la propia España peninsular con ataques en Almuñécar o Valencia.5 Bien es verdad que muchas de estas acciones culminaban con éxito gracias a la cooperación que los argelinos y tunecinos obtenían de los moriscos, hasta que fueron expulsados por Felipe III.
Pese a ser el Atlántico el principal foco de atención de los Austrias, las acciones en el Mediterráneo nunca se descuidaron. Actualmente toda la costa mediterránea española está todavía jalonada por torres de vigilancia (desde donde una siempre divisa otras dos) y torres de guardia para defender las costas (un ejemplo es Oropesa del Mar, en Castellón). Estos piratas dieron origen a una frase que ha perdurado desde entonces: «No hay moros en la costa». Lo mismo que las acciones de la que hoy llamaríamos sociedad civil, para aliviar el sufrimiento de los cautivos y sus familias con la fundación de la orden de los Mercedarios dedicados únicamente a reunir rescates.
Pero no se debe caer en la idea de que los reyes españoles se limitaban a desplegar una estrategia defensiva. Las operaciones que culminaron con la toma de Túnez y el intento de toma de Argel por Carlos V y Juan de Austria, incluso la misma batalla de Lepanto(1571) protagonizada por este último estratega, fueron los principales y más grandes intentos de combatir esta piratería que suponía un auténtico martirio para España y otras naciones europeas.
El apogeo de la piratería berberisca llegó en el siglo XVII, en un momento en que muchos antiguos piratas ingleses —después que el rey Jacobo I de Inglaterra proclamase formalmente el fin del corso en junio de 1603— también colaboraron en la conocida como piratería anglo-turca, una alianza de protestantes y musulmanes que intentaba aparentemente combatir el catolicismo, pero que en realidad buscaba el enriquecimiento personal. Gracias en parte a las innovaciones del diseño naval introducidas por el renegado cristiano Simon Danser, los corsarios norteafricanos extendieron sus ataques prácticamente por todo el litoral del Atlántico Norte. De esta época datan ataques tan al norte como en Galicia, las islas Feroe e incluso Islandia. Es posible que incluso alguno de estos barcos hubiese alcanzado las costas de Groenlandia de forma puntual. En el siglo XVIII la práctica, lejos de decrecer, se mantuvo e incluso aumentó en algunos momentos gracias a la disminución del dominio marítimo español sobre el Mediterráneo occidental con la pérdida de Orán y Mers-el-Kebir durante la Guerra de Sucesión Española de 17001714.
Las acciones de los piratas berberiscos no remitirían hasta comienzos del siglo XIX, cuando países como Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos cesaron de pagar tributos a los reyes berberiscos y comenzaron a realizar campañas de castigo contra la base pirata de Argel. Ésta vio destruida gran parte de su flota en 1816, y en 1830 cayó ante las fuerzas francesas, que la usarían como punto de partida para crear la colonia de Argelia a lo largo del siglo siguiente. La presión internacional y la derrota del Imperio otomano, llevaron al fin de la piratería en MarruecosTúnez y Tripolitania en los años siguientes.

Esclavitud en los Estados barberiscos[editar]

Si bien los corsarios berberiscos se dedicaban a saquear la carga de los buques que captuban, su objetivo principal era capturar y esclavizar a cristianos ya sea en tierra como en el mar. Por lo general, los esclavos eran vendidos u obligados a trabajar o prostiturse en el norte de África.
Monjes cristianos recogían dinero para poder liberar a los esclavos.
El historiador Robert C. Davis estima que entre 1530 y 1780 fueron capturados y llevados como esclavos entre 1 a 1.250.000 de europeos (cifras conservadoras) a África del Norte, principalmente Argel, Túnez y Trípoli pero también en Estambul y Salé.6
La captura era solo la primera parte del viaje de pesadilla de un esclavo. Muchos esclavos murieron en los barcos durante el largo viaje de regreso al norte de África debido enfermedades, falta de comida y agua. Los que sobrevivieran eran exhibidos cuando caminaban hacia la ciudad en su camino a la subasta de esclavos. Los esclavos tendrían que estar de pie desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde, mientras que los compradores pasaban y los observaban. Posteriormente seguía la subasta, donde los musulmanes del pueblo iban a pujar por los esclavos que querían comprar y una vez terminaba, el gobernador de Argel (Dey) podía comprar cualquier esclavo que quería por el precio que se subastó. Durante las subastas de los esclavos cristianos eran obligados a correr y saltar para mostrar su fuerza y resistencia. Después de la compra, estos esclavos tenían dos opciones, ser rescatados a cambio de dinero u obligados a trabajar, prostituirse u otras actividades. Los esclavos fueron utilizados para una amplia variedad de trabajos, desde el trabajo manual duro para las tareas del hogar, esclavas sexuales en el Harén u otras. Por la noche, los esclavos eran llevados a cárceles denominadas bagnios, que eran por lo general calurosas y estaban abarrotadas.

Origen religioso de la esclavitud berberisca[editar]

Masacre de 600-900 judíos y posterior esclavitud de 1000 mujeres que marca el inicio de la esclavitud en el Islam
El Corán incluye múltiples referencias a los esclavos, esclavas, el concubinato esclavo, y la liberación de los esclavos. También acepta la institución de la esclavitud. Cabe señalar que la palabra 'abd' (esclavo) se utiliza muy poco, siendo casi siempre sustituido por algunas perífrasis como ma malakat aymanukum ("lo que posee tu mano derecha"). El Corán reconoce la desigualdad básica entre el amo y el esclavo y los derechos de la primera sobre la segunda. El historiador Brunschvig afirma que desde una perspectiva espiritual, "el esclavo tiene el mismo valor que el hombre libre, y lo mismo la eternidad está en el almacén para su alma, en esta vida terrenal, a falta de emancipación, subsiste el hecho de su condición de inferioridad, a la que él debe dimitir piadosamente.
32. Casad a aquéllos de vosotros que no estén casados y a vuestros esclavos y esclavas honestos. Si son pobres, Dios les enriquecerá con Su favor. Dios es inmenso, omnisciente. 33. Que los que no puedan casarse observen la continencia hasta que Dios les enriquezca con Su favor. Extended la escritura a los esclavos que lo deseen si reconocéis en ellos bien, y dadles de la hacienda que Dios os ha concedido. Si vuestras esclavas prefieren vivir castamente, no les obliguéis a prostituirse para procuraros los bienes de la vida de acá. Si alguien les obliga, luego de haber sido obligadas Dios se mostrará indulgente, misericordioso. C. 24:32 y 33
El profeta Mohamé, referente para los musulmanes practicaba la esclavitud, lo cual se justifica en el corán:
50. ¡Profeta! Hemos declarado lícitas para ti a tus esposas, a las que has dado dote, a las esclavas que Dios te ha dado como botín de guerra, a las hijas de tu tío y tías paternos y de tu tío y tías maternos que han emigrado contigo y a toda mujer creyente, si se ofrece al Profeta y el Profeta quiere casarse con ella. Es un privilegio tuyo, no de los otros creyentes -ya sabemos lo que hemos impuesto a estos últimos con respecto a sus esposas y esclavas, para que no tengas reparo. Dios es indulgente, misericordioso.
C 33:50
Entre los esclavos de mahoma se encontraban: yakan Abu sharh, Aflah, 'Ubayd, Dhakwan, Tahman, Mirwan, Hunayn, Sanad, Fadala Yamamin, Anjasha al-Hadi, Mad'am, Karkará, Abu Rafi', Thawban, Ab Kabsha, Salih, Rabah, Yara Nubyan, Fadila, Waqid, Mabur, Abu Waqid, Kasam, Abu 'Ayb, Abu Muwayhiba, Zayd Ibn Haritha, y también un esclavo negro llamado Mahran, que fue re-nombrado (por Mahoma) Safina (`buque ') ". Algunas esclavas de Mahoma fueron "son Salma Um Rafi ', Maymuna hija de Abu ASIB, Maymuna hija de Saad, Khadra, Radwa, Razina, Um Damira, Rayhana, María la Copta con la que tuvo un hijo tras violarla (Ibrahim), además de otros dos siervas esclavos, uno de ellos que le había dado como regalo por su primo, Zaynab, y el otro capturado en una guerra ".7
Una de la ventajas de la esclavitud en el Islam, es que al igual que por un caballo, tampoco se tiene que pagar azaque por poseer un esclavo:
Narró Abu Huraira: Apóstol de Alá dijo: "No hay Zakat para un caballo o un esclavo perteneciente a un musulmán"
Sahih Bukhari 2:24:542





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